La importancia de tener un buen libro de humor a mano durante la pandemia
Crónicas del confinamiento
La Feria del Libro de Granada estaba prevista para estas fechas
Dijo Montesquieu que nunca había tenido una tristeza que una hora de lectura no hubiera conseguido disipar
Durante este confinamiento he vuelto a releer obras de Eduardo Mendoza, Tom Sharpe y Jhon Irving
Granada/El binomio confinamiento-libro ya intervino en mi vida mucho antes que ahora, cuando sufrí un arresto en el cuartel donde hacía la mili, en San Clemente de Sansebas, en Gerona, a solo medio kilómetro de la frontera francesa. Hoy puedo decir que gracias a aquel episodio de mi vida soy tan aficionado a la literatura de humor. Siempre he dicho que los libros existen para evitar que te sientas solo. Y aquella vez dos libros consiguieron que me sintiera no solo bien acompañado, sino que permitieron que mi ánimo no se deslizara hasta la pesadumbre o la aflicción. He recordado ahora el sucedido porque por estas fechas se estaría celebrando la Feria del Libro en Granada y porque seguimos confinados en nuestras casas. Si tienen ustedes tiempo y les apetece, queridos lectores, les recomiendo que sigan leyendo porque se van a divertir con mi relato. Al menos eso es lo que pretendo. Y si deciden que no quieren seguir leyendo, les ruego que no se levanten para ir otra vez al frigorífico.
Aquel confinamiento mío sucedió a principio de la década de los 70 del siglo pasado. Duró un mes, que fue el tiempo en que el Ejército tuvo a bien de arrestarme después de haberme escapado del campamento en el que cumplía con el servicio militar. Fue una escapada inocente, pero una escapada, al fin y al cabo. Resulta que llegaba un puente de cuatro días y la mayoría de los reclutas iba a tomarlo con el consentimiento, por supuesto, de la autoridad competente. Yo estaba muy ilusionado con aquel puente porque quería ver a la familia y a la novia, que llevaba sin verla al menos dos meses y con la que quería probar en el asiento de atrás los amortiguadores del 'dos caballos' de segunda mano que me había comprado. Existía por aquellos años una leyenda en todos los campamentos que decía que el Ejército echaba bromuro a las comidas de los sorchis para aplacarles su energía sexual, pero yo creo que era mentira.
Mala suerte
Quiso la mala suerte que la compañía asignada para las labores de mantenimiento, guardia o patrullaje durante esos días, fuera la mía. Se jodió el invento. Una tarde en la cantina, en la que un gallego y yo ahogábamos nuestras penas por no poder ir a ver a nuestras respectivas novias, conocimos a un 'bisa' (a los que les quedaban muy poca mili le llamaban 'bisas', de bisabuelos) que se llamaba Fausto. Entablamos conversación y me preguntó de dónde era. Me dijo que era casi paisano mío porque él era de Linares. Y me dijo más, que me fuera de puente que por cuarenta duros él podría pasar por mí. Me dijo que durante esos días allí en el campamento apenas se quedaba gente y que había un desbarajuste increíble y que toda la infraestructura se quedaba prácticamente en manos de los cabos y sargentos semana y que en ese desbarajuste organizativo era fácil la suplantación de la personalidad.
-Mira, es pan comido. Tú te vas, como si nada. Y yo en las dianas y las retretas digo 'presente' cuando te nombren. Y si hay que hacer alguna guardia, yo la hago, sin problemas. Está chupao. Nadie se dará cuenta.
-¿Estás seguro?
-Como que dos y dos son cuatro. Nosotros los veteranos lo hemos hecho un montón de veces y nunca ha pasado nada.
Total, que me convenció. Le di los cuarenta duros y cuando llegó el día de la marcha cogí el petate y me monté en el tren. Durante las casi veinte horas que duraba el viaje estuve pensando en si lo que hacía estaba bien o mal, pero ya no había remedio: estaba hecho. Al llegar a la estación de Linares-Baeza me esperaban a pie de andén mi padre y mi novia, ambos con una expresión en sus rostros que no era precisamente de alegría. Mi padre me explicó muy alterado que lo habían llamado desde el campamento para que me presentara allí inmediatamente. Por lo visto había fallado lo de Fausto y el Ejército me había declarado prófugo. Y que si en 48 horas no estaba allí, me declaraban desertor. Mi padre, muy nervioso, me llevó a Jaén y allí cogí un autobús que iba para Valencia y Barcelona. A mi novia la besé y le dije que lo sentía, que otra vez iríamos a probar los amortiguadores del 'dos caballos'.
Cuando llegué el sargento que estaba al mando, me dijo que se me había caído el pelo y que el tal Fausto me había engañado.
-Me dijo que era casi paisano mío, que era de Linares -le comenté con ojos lastimeros al sargento-.
-¿De Linares? Ese no sabe dónde está Linares. Es de Badajoz y se licencia dentro de una semana. A ese ya no le ves el pelo.
El arresto
El arresto fue de un mes. Me confinaron en un pequeño calabozo que había en Figueras, a unos pocos kilómetros de San Clemente. La soledad allí era casi absoluta. Fueron, como digo, dos libros los que me salvaron de aquel aburrimiento. Me los prestó un amigo llamado Santiago Tarín, hoy periodista de La Vanguardia jubilado. Los libros eran Amor y gallinas y Guapo, rico y distinguido, de P. G. Wodehouse, uno de los más grandes autores de literatura de humor. Yo mismo me sorprendía a mí mismo dando enormes carcajadas en aquel sitió lúgubre y triste. Todos los días deseaba que amaneciera para seguir leyendo las divertidas aventuras que me proponía Wodehouse y sus personajes, tales como Jeremías Garnet, Los Gedge o míster Ukridge, que monta en plena campiña inglesa una granja de gallinas. Estaba casi todo el día leyendo y cuando terminé ambos libros, los empecé otra vez. Solo salía al patio una media hora por la tarde, y escoltado siempre, como una de las muchas incongruencias de la mili, por dos reclutas con CETME en ristre para impedir la posible fuga.
Siempre he dicho que aquellos libros me salvaron e impidieron que yo entrara en una inestimable depresión. Estaba enrabietado por lo que había pasado y no comprendía aquel desmesurado castigo. Pero la lectura hizo que lo olvidara todo. En aquel confinamiento, como digo, descubrí la literatura de humor y en éste estoy releyendo obras de grandes maestros de este género como Eduardo Mendoza, Tom Sharpe o John Irving, por decir unos pocos. Montesquieu dijo que nunca había pasado por una tristeza que una hora de lectura no consiguiera disipar. Una página de Teniente Bravo, de Juan Marsé, consigue disipar en mí en cinco minutos cualquier atisbo de desconsuelo anímico.
Por cierto, de Fausto guardo un infausto recuerdo. ¡El hijoputa!
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