La madrevulnerada

De doña Vicenta heredó Federico su sensibilidad y su inteligencia: "Mi infancia es aprender letras y música con mi madre. A ella le debo todo lo que soy y lo que seré"

12 de abril 2009 - 01:00

El gran despegue de la educación femenina en España se inició con la fundación de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, en 1870 y, diez años más tarde, se produjo el gran paso con la creación de la Escuela Normal. Para la mujer suponía la posibilidad de superación e independencia. La maestra debía observar un estricto código de comportamiento. Todavía en 1923, el Consejo de Educación de la Escuela establecía en sus contratos a las maestras una serie de acuerdos:

"No casarse. Este contrato quedará automáticamente anulado y sin efecto si la maestra se casa". No andar en compañía de hombres. Estar en casa desde las 8 de la tarde y las 6 de la mañana. No entrar en las heladerías del centro de la ciudad. No fumar, no beber cerveza, ni vino, ni whisky. No vestir ropas de colores brillantes. No teñirse el pelo. Usar al menos dos enaguas. Los vestidos no debían quedar más de a 5 centímetros del tobillo. Mantener limpia el aula, fregar su suelo, al menos una vez por semana, limpiar la pizarra. Encender el fuego a las 7 de la mañana, para que estuviese caliente el aula a las 8, a la llegada de los alumnos. No usar polvos faciales, ni maquillarse, ni pintarse los labios. Una mujer maestra soltera no podía vivir sola".

La joven maestra Vicenta Lorca Romero llegó a Fuente Vaqueros en el curso de 1892/93 acompañada de su madre. Fue su primer destino, dotado con 825 pesetas. Era una joven de 22 años, pequeña y delicada, de hermosos ojos y en su cara la constelación de lunares que iba a heredar su primer hijo, de carácter reservado, inteligente y discreto. Era huérfana de padre: Vicente Lorca González, de Granada, falleció un mes antes del nacimiento de su hija (25-7-1870). La madre, Concepción Romero Lucena, de Santa Fe, quedó a merced de su familia, en el barrio del Realejo. Recibió el bautismo en la iglesia de Santa Escolástica, con los nombres de Vicenta, Jacoba, María de la Concepción, Carmen de la Santísima Trinidad.

A la muerte de Bernardo Lorca, el abuelo materno (1883), la niña Vicenta, de 13 años, ingresó en el colegio de Calderón, en la calle de Recogidas, que atendía la educación de niñas pobres y el internado de huérfanas. De su estancia en el internado regido por monjas guardará siempre mal recuerdo...

En 1890 obtuvo el título de maestra de Primera Enseñanza Elemental. El cuadro de las asignaturas cursadas eran: Doctrina, Práctica de la Lectura, Práctica de la Escritura, Elementos de Gramática Castellana, Dibujo aplicado a las labores con nociones de Geometría (en todas ellas tiene la nota de sobresaliente), Labores de punto y costura y Nociones de geografía (en estos dos casos, notable).

El 1 de octubre de 1893 fallecía la madre de Vicenta y la joven maestra queda sola. Don Enrique García Palacios, cura párroco de Asquerosa (después Valderrubio), se constituye entonces en su protector. El sacerdote era pariente de la familia García Rodríguez y éste será el lazo que la una a Federico García Rodríguez, propietario agrícola, viudo de Matilde Palacios Ríos, de familia de hacendados agricultores.

A su muerte, tras un matrimonio que duró 14 años, se convirtió en heredero directo del patrimonio de su mujer. "Mi infancia es la obsesión de unos cubiertos de plata y de unos retratos de aquella otra que pudo ser mi madre", escribirá el poeta.

La boda con la maestra no fue bien vista por toda la familia, ya que ahora el viudo podía aspirar a una mujer de mejor fortuna. Pero el 27 de agosto de 1897 se unían en matrimonio Vicenta, de 27 años, con el enriquecido agricultor, de 38. En sus libérrimas tierras del Soto de Roma estaba a punto de producirse la revolución agrícola-industrial con el cultivo de la remolacha, que llevará la prosperidad a sus gentes. Surgen umbrosos bosques de álamos y las fábricas de azúcar yerguen la esbeltez de sus chimeneas, entre los secaderos de maíces y tabacos. La nota del imparable progreso la pone la circulación de los tranvías eléctricos, atravesando los campos, cual chirriantes y veloces pájaros amarillos, uniendo la Vega a la ciudad.

Vicenta Lorca, a los diez meses de casada, daba a luz a un niño, el 5 de junio de 1898. El primogénito llena la casa de la alegría y despierta clamorosos rumores. La tradición manda y el hijo recibe el nombre del padre: Federico. Dos años más tarde llegará Luis, que muere a los dos años, en mayo de 1902, al mes siguiente nace Francisco, seguido de Conchita (1903) e Isabel (1910), que completa la familia.

Vicenta, tras su matrimonio, dejó la escuela. Mujer amante de la pulcritud, con la pasión del orden, cuidadosa y solícita de su familia y la relación con las gentes de sus tierras, siguió impartiendo su magisterio cultural y afectivo. El cálido ambiente que reinaba en la casa lo evocaría el hijo mayor, en un temprano escrito titulado Mi pueblo: "Apenas salía el sol ya sentía yo en mi casa el trajín de la labor y las pisadas fuertes de los gañanes en el patio. Entre sueños percibía el sonar de balidos de oveja y el ordeñar cálido de las vacas… Algunas veces un frufrú de faldas muy suave. Era mi madre que vigilaba amorosamente nuestro sueño. Después entraba mi padre en el cuarto y nos besaba con cariño, muy despacio y aguantando la respiración, como si no quisiera despertarnos…".

Vicenta Lorca tuvo pronto clara conciencia del extraordinario talento de su hijo mayor. "Antes de hablar -evocaría- tarareaba ya las canciones populares y se entusiasmaba con la guitarra". De todas las mujeres que poblaban su casa: la madre, la tía Isabel, las primas, las sirvientas, recibió acervo cultural el niño Federico, al que adoraban. A todas expresaría su gratitud, transformadas en su obra, en materia literaria y dramática. Su primer campo escénico fue la representación de la misa y el sermón y a sus espectadoras les exigía llorar, requisito que no dejaban de cumplir. La escenificación de la misa y el sermón, la sustituyeron los títeres: la madre, al ver la impresión que había causado una compañía ambulante que representó en la plaza del pueblo, le compró a su hijo un teatrito de marionetas, en La Estrella del Norte, una de las más populares tiendas de juguetes de Granada. Los viejos trajes guardados en baúles en el granero de la casa, vistieron a la troupe de muñecos de cartón y trapo, que solícitas cosían tía Isabel y las sirvientas, a las órdenes de la imaginación y la fantasía del futuro dramaturgo.

La corriente de sentimientos y complicidad de Vicenta y su hijo aparece ya en sus primeros escritos, con la evocación a la mujer de la que heredó la sensibilidad y la inteligencia: "Mi infancia es aprender letras y música con mi madre". En sus cartas y entrevistas son constantes las alusiones a su calidez humana y pedagógica: "Mi madre, a quien adoro, es también maestra. Dejó la escuela por las galas de labradora andaluza pero siempre ha sido un ejemplo de vocación pedagógica, pues ha enseñado a leer a cientos de campesinos, y ha leído en alta voz por las noches para todos, y no ha desmayado un momento en este amoroso afán por la cultura. Ella me ha formado a mí poéticamente y yo le debo todo lo que soy y lo que seré".

Y es que la madre intuyó desde la más temprana niñez de su hijo al ser excepcional habitado por el genio. De alguna forma sabía el gran destino literario que le aguardaba y, era consciente también, de la lucha que tendría que sostener en un país tan intolerante como el nuestro. Vicenta Lorca, en una carta de marzo de 1921, le pedía a su hijo noticias de la edición de Libro de poemas. Con lúcida intuición, lo pone en guardia de las acometidas de los ignorantes y los ataques de los envidiosos, en la lucha que le espera.

La familia García Lorca dejó la Vega por Granada en 1909 cuando a sus hijos les llega la edad de iniciar sus estudios secundarios; más tarde se trasladarían a Madrid, por el mismo motivo. En 1925, adquieren la Huerta de los Mudos, que rebautizarán como la Huerta de San Vicente, en honor de la madre. Será el reencuentro con el campo y el lugar de veraneo. Federico revisará o escribirá allí sus obras: Romancero gitano, Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, Así que pasen cinco años, Diván del Tamarit, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. Sin embargo, en este esplendoroso escenario de la Huerta se va a iniciar el drama. En junio de 1936 se cumplían diez años de las vacaciones familiares en la Huerta. Como cada verano, iban llegando unos tras otros. Primero los padres, que regresaban de Madrid, donde vivían desde 1933. Luego Conchita, la mujer de Manuel Fernández Montesinos, médico y alcalde de Granada, con sus hijos: Tica, Conchita y Manolo. Francisco e Isabel iban a estar ausentes, este año, el día de San Federico, el 18 de julio, fiesta onomástica del padre y del hijo mayor, celebrada siempre con alegría y reunión de familiares y amigos. Francisco era secretario de la Embajada Española en El Cairo e, Isabel preparaba los exámenes para las oposiciones a cátedra de instituto. Aquella fecha, desde siempre fausta para la familia García Lorca, sería ya día tenebroso en la historia de España. El estallido de la sublevación militar el 18 de julio pondrá de luto al país. Se cumplía el pronóstico de Vicenta Lorca, al aventurarle al periodista argentino Pablo Suero, en vísperas de las elecciones del Frente Popular: "Si no ganamos, ¡ya podemos despedirnos de España…! ¡Nos echarán, si es que no nos matan!".

Terrible presentimiento el de la doña Vicenta. Se cumplió el vaticinio. Su yerno y su hijo Federico fueron asesinados en el mes de agosto de 1936. En 1940, en cuanto les fue posible, se exiliaron a Estados Unidos, en unión de su hija Concha y sus nietos, advertidos por las autoridades fascistas de que no hablaran del drama familiar.

Tica era la nieta preferida de doña Vicenta. La recuerda siempre contenida, sin exteriorizar su pena. Solo la oyó llorar una vez, que escuchaba desde Nueva York, la radio española y no había advertido su presencia. Y, la otra, al regresar del exilio, el día que fue a visitarla Vicente Aleixandre.

Y es que, quizá, el llanto de doña Vicenta no fuese "…de lágrimas de los ojos nada más", las suyas llegarían "…cuando yo esté sola, desde las plantas de los pies, de mis raíces, y serán más ardientes que la sangre", como su hijo puso en boca de la madre de Bodas de sangre.

Don Federico García Rodríguez murió en su exilio de Nueva York, en 1945. Una mañana amaneció dormido para siempre y allí sigue lejos de su tierra de la Vega. Su mujer, acompañada de sus hijas y sus nietos, regresaron a Madrid en 1951. Doña Vicenta nunca quiso volver a pisar Granada. Murió el 9 de abril de 1959. La obra del hijo, que ella había formado poéticamente, era ya parte del patrimonio de la Humanidad.

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