Su majestad el árbol
Los árboles son los reyes de los seres vivos que denominamos plantas Sin duda, representa el culmen evolutivo de las plantas
Leído el título de este artículo parece quedar clara la intención del mismo. No he encontrado mejor forma de ofrecer un breve y merecido homenaje al "rey" de los seres vivos que denominamos plantas. Aunque tendemos a menospreciar al resto de otras plantas comunes frente al árbol (matorrales, arbustos, herbáceas…), la realidad es que bien se merece el apelativo inicial.
Adorado como ser mítico en las antiguas civilizaciones, sigue siéndolo por las escasas muestras indígenas que sobreviven en nuestra era. El olivo, el tejo, el laurel, por citar solo algunos de ellos, han sido apreciados por sus propiedades o por sus frutos. Algunos poseen un porte majestuoso como las secuoyas o se aferran raquíticos a un pedregal como el chaparro; sustentan sus hojas durante todo el año o se desprenden de ellas en el periodo invernal; se adornan con hojas dentadas, ovaladas o puntiagudas.
Al igual que el ser humano puede considerarse como el triunfo de la evolución de los animales, el árbol representa sin duda el culmen evolutivo de las plantas. Nos proporciona madera y corteza para múltiples aplicaciones o utilidades, hablando en ocasiones de maderas preciosas como aquellas procedentes de climas tropicales y que han lucido en algunas de las más lujosas estancias, como es el caso de la teca. Nos proporciona frutos de gran diversidad en sabores, nutrientes o utilidades culinarias mediante sus correspondientes transformaciones y manipulaciones. Nos proporciona cobijo ante la lluvia intensa o el sol despiadado, incluso es utilizado como vivienda por algunas tribus como la Korowai de Nueva Guinea. Nos proporciona placer visual como elemento ornamental en los jardines. Pero también resulta esencial para multitud de otros seres vivos: insectos, aves, mamíferos. En definitiva, son innumerables las aportaciones que los árboles hacen a nuestra vida, si entendemos esa relación como una dependencia jerárquica (defendida por algunas religiones o corrientes filosóficas), en lugar de la interdependencia que asume la Ecología. A veces, el papel de los árboles me recuerda a ese lema del amor desprendido, "darlo todo sin exigir nada". E igual que ese amor generoso no es a veces correspondido, nuestra sociedad con frecuencia se comporta con los árboles con indiferencia o, lo que es peor, con instintos depredadores.
Frente a los pueblos indígenas a los que aludíamos anteriormente o algunos países verdaderamente civilizados (Suiza, Costa Rica…), ¿cuál es la actitud que los españoles mantenemos ante S. M. el Árbol?
Seguramente ustedes habrán oído alguna vez ese dicho atribuido al geógrafo Estrabón (siglo I a. d. C.) de que en aquellos tiempos "una ardilla podía viajar de árbol en árbol desde Gibraltar a los Pirineos", como manifestación de la supuesta frondosidad de Iberia. En plena Edad Media el Rey Alfonso XI hubo de promulgar la Ley de las Siete Partidas protegiendo los árboles, parras y viñas, y amenazando hasta con pena de muerte a sus destructores e incendiarios. El descubrimiento de América aceleró la desaparición arbórea para la construcción de barcos. Se constataban ya las primeras evidencias de nuestro natural depredador que, aparte de la propia escasez maderera, provocaba otros efectos indeseados: pérdida de suelo fértil e incremento de las inundaciones. Ello, unido a la a veces conflictiva relación entre ganadería, agricultura y conservación de la flora, constituía ya un panorama poco alentador. A esa torpeza en el manejo de los recursos se oponía la inteligencia en las relaciones con el medio natural que muchos pueblos indígenas de la nueva América exhibían cuando los españoles aparecieron por allí sin haber sido invitados.
Ha llovido mucho desde entonces, pero tampoco hemos aprendido demasiado de nuestros errores. Si uno contempla fotografías del entorno de Granada a principios del siglo pasado observa cómo la ausencia de arbolado predominaba, configurando un paisaje desolador. Tras la Guerra Civil, una descomunal obra de repoblación forestal, a veces no bien dirigida pero injustamente minusvalorada, permitió con los años cambiar las peladas siluetas de nuestros cerros y montañas. No obstante, el abandono de gran parte de la población rural y su traslado a las urbes conllevó la acumulación de restos vegetales que, unidos a la presencia masiva de especies arbóreas como las coníferas, propiciaron un terreno abonado para los incendios forestales, pasto fácil para toda clase de mentes malintencionadas o indolentes que, en muchas ocasiones, devolvieron la desolación a nuestros montes. Por otra parte, el cambio climático que se impone de forma inexorable nos ha traído veranos más calurosos y secos que no ayudan a la supervivencia de las escasas repoblaciones que se han emprendido.
A los que ya contamos con bastantes años a nuestras espaldas tampoco se nos olvida la fresca imagen de nuestra infancia circulando en el 'seiscientos' entre hileras de enhiestos árboles que, desgraciadamente, eran las primeras víctimas de cualquier actuación de "mejora" en las carreteras. Pero si dirigimos ahora la mirada a nuestras ciudades, si bien es cierto que en la mayoría de ellas se ha intentado incrementar el número de árboles, existen, como en el caso de nuestra ciudad, algunos jardineros arboricidas que plantan árboles de excesivo porte que luego son abandonados a su suerte, o que siegan los retoños de otros que en su momento fueron talados sin darles la oportunidad de la subsistencia.
Simplemente he querido dejar constancia de las complejas relaciones que mantienen los seres humanos con los árboles, seguramente porque su dolor no puede escucharse, porque los árboles no tienen voz. Espero también que nos sirva para entender mejor ese viejo proverbio atribuido al profeta Mahoma: "En la vida hay que hacer tres cosas: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo". ¿Por cuál empezamos?
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