Quién ordenó el asesinato de Lorca
El libro 'Lorca, el último paseo' de Gabriel Pozo, abre viejos interrogantes y aporta nuevos datos sobre la muerte del poeta · Ruiz Alonso, quién lo detuvo, reveló a su hija Emma Penella que no fue el único culpable
La historia de la detención y asesinato de Federico García Lorca no terminará, sin duda, con el nuevo libro que sobre el tema acaba de editar Almed -aún no ha llegado a las librerías- titulado Lorca, el último paseo, del escritor y periodista Gabriel Pozo. A los que desde siempre nos ha apasionado el tema, tenemos que recordar los trabajos de Gerald Brenan, en 1949, Claude Couffon, en 1951, Marcelle Auclair (1968) y, naturalmente, entre los extranjeros, Agustín Penón y, sobre todo, la gran labor de Ian Gibson, que recogió parte de los archivos de Penón y realizó una profunda investigación sobre los momentos del asesinato, sus circunstancias y sus personajes. Además habrá que incluir los trabajos de Vila-San Juan, Molina Fajardo, Eduardo Castro y tantos otros, incluidos familiares de los Rosales.
No está todo dicho sobre aquél abominable crimen, como no lo están los que se cometieron, con total impunidad, contra millares de personas del pueblo, además de los cargos públicos, miembros de la intelectualidad, la política y todas las víctimas que pasaron por consejos sumarísimos de guerra o, simplemente, de la cárcel a las fosas comunes, en aquellos tenebrosos 'paseos' que terminaban, según hubiese o no sentencia, en las tapias del cementerio o en los lugares propicios, entre Víznar y Alfacar.
Los defensores de la Memoria Histórica han propiciado que, atendiendo a la Ley actual, se excaven y se investiguen. Hasta ahora hay absoluto mutismo en las excavaciones arqueológicas que se están desarrollando. ¿Se encontrarán los cadáveres de los que fueron fusilados en el mismo 'lote' de Lorca, como el maestro Dióscoro Galindo o los banderilleros Galadí y Cabezas, más otras dos personas? Si se encuentra a algunos de ellos, ¿hay permiso de la familia Lorca, opuesta a la exhumación, para dictaminar si algunos restos pertenecen al poeta?
El libro de Gabriel Pozo es una síntesis lúcida y apasionante de todo lo publicado sobre el tema, con entrevistas conocidas en los trabajos de Penón, Gibson o Molina Fajardo. Pero también aporta muchos datos nuevos y de especial relevancia. Además de todos los implicados en aquellos tristes días del Alzamiento -el sanguinario comandante Valdés, el capitán Nestares, al frente de La Colonia, que dijo haberse indignado por la orden de fusilamiento del poeta, aunque, como todos han dicho 'cumplían órdenes'- algunos miembros de la CEDA, el propio Ruiz Alonso, Trescastros, el que se vanagloriaba de haberle dado dos tiros por el culo para rematarlo y un largo etcétera, recoge, en una entrevista que le concedió la propia Penella, con la condición de no publicarla hasta después de su muerte, aseveraciones negando que la hermana de Federico, Concha, delatara dónde estaba su hermano, ante la detención del padre, sino que fue el mayor de los Rosales quién reveló dónde se ocultaba, preocupado por lo que podría ocurrirle a sus padres.
O que Franco quiso borrar las huellas de aquel crimen que tanto daño le hizo al régimen y ordenó una investigación, no para depurar responsabilidades, sino para escudarse en los desmanes de unos momentos incontrolables. Incluso hicieron gestiones sobre los familiares de Lorca, a través de Pemán, para recuperar su cadáver y sepultarlo dignamente, cosa que rechazaron los deudos. Sobre quién dio la orden de ejecución, recuerda el autor que en Andalucía mandaba Queipo de Llano, quien, probablemente, fuera quién se lo ordenara a Valdés.
También señala cómo miembros de la CEDA asistieron a la redacción de la denuncia acusatoria, que exigió Valdés, en el piso que ocupaba la redacción provisional de Ideal tras el incendio del periódico, en la calle Arriola. Denuncia que firmó únicamente Ruiz Alonso. En la denuncia, a Lorca lo acusaron de colaborar con los rusos, de ser 'secretario' de Fernando de los Ríos, de ser masón, republicano, convencido y protegido, y otros 'delitos' -no estaban ausentes los agravios a la Guardia Civil, en El romancero gitano- que en aquellos días eran suficientes para acabar con cualquier persona.
No era para los sublevados un 'peligro', dice Pozo, pero sí un pretexto. No tenía cargo alguno, como el marido de su hermana, el alcalde Fernández Montesinos, también fusilado y como el presidente de la Diputación. Formaba parte de un número, cuanto más amplio y significativo, mejor, en aquellos días donde el terror y el miedo eran armas fundamentales para los sublevados. Terror y miedo que ha permanecido hasta hace muy poco y que, todavía, persiste en la memoria más oculta de una ciudad.
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