José López López, el último divisionario azul
Acaba de cumplir 102 años y participó en la batalla del Ebro.
Probablemente es el único superviviente de aquella unidad de voluntarios españoles que combatieron contra los rusos en la Segunda Guerra Mundial
Dice con cierta ironía que está viviendo tanto porque en Rusia vivió congelado más de seis meses.
Granada/Cando me llama mi amigo Manolo Zabala y me dice que conoce a un hombre de 102 años que ha estado en la batalla del Ebro y que formó parte de la División Azul, enseguida se me abre la espita de la curiosidad y pienso que puede ser uno de los personajes que traigo a esta sección todas las semanas. “¿Cómo está de cabeza?”, le pregunto a mi amigo.
“Perfectamente, tiene una memoria impresionante, ya verás”. Y entonces me da la dirección y el teléfono y yo lo llamo, aunque él no oye lo que le estoy diciendo. “Espere que se ponga mi hija”, me dice. Le cuento a su hija mis intenciones de entrevistar a su padre y me contesta que no hay problema, que cuando yo quiera. José López vive en la calle Dulcinea del Toboso, una perpendicular a la Avenida Cervantes en la capital granadina.
Cuando voy a su piso lo encuentro sentado en su sofá. José es un hombre menudo y enjuto al que parece haberle abandonado toda la carne del cuerpo. En mi pueblo dirían que tiene menos chicha que el tobillo de un colorín. Su piel traslúcida deja ver las venas en su mondo cráneo y su rostro, aún sin demasiadas arrugas, no parece ser el de un hombre que tiene más de un siglo de vida. “Este es mi padre, aquí se lo dejo. Con él no se va a aburrir”, me dice su hija antes de desaparecer por el pasillo.
José dice que se alegra de verme y me ofrece un asiento. Su voz suena con un vigor impropio a su avanzada edad. Cuando se levanta, con cierta dificultad a causa de un dolor en la pierna derecha, me doy cuenta de que es más pequeño de lo que parecía sentado y está encorvado por la edad. De todas maneras no le hace falta ser más de lo que es porque parece haberse convertido en pasado puro, en memoria viva de varias etapas de España.
Cuando empieza a contarme su vida, enseguida comprendo que es un hombre que lo ha soportado todo, que ha sobrevivido a todo, que ha participado en dos guerras, que siendo muy jovencito se hizo militar y que parece que nunca ha dejado de serlo. Se acuerda de fechas, de datos, de nombres de pueblos en los que estuvo, de quienes fueron sus tenientes o sus capitanes, de recorridos militares que hizo… Prácticamente de todo. Cuando se le resiste un nombre o un dato concreto, se echa mano a la cabeza y desiste con un “bueno, ya me acordaré”.
Y luego se acuerda. José apenas ve y apenas oye, pero su labia y su memoria son de las de tener en cuenta a la hora de hacer un estudio sobre la longevidad. Mi entrevistado es una perfecta máquina de hablar, una máquina de alta precisión, exacta, prodigiosa. Pero lo más portentoso de todo, sin duda, es que lo que dice tiene sentido. A José apenas hay que hacerle preguntas. Él sabe lo que decir y la manera decirlo, dando en sus explicaciones el tono de buen narrador. En el recorrido por su vida ensarta vivencias y situaciones de manera lúcida y utiliza frecuentemente la muletilla de “por cierto” cada vez que desvía su conversación hacia otro paréntesis en su vida. “Por cierto, cuando me preguntan por qué estoy viviendo tantos años yo siempre digo que es porque seguramente estuve congelado cuando estuve en Stalingrado”, dice antes de reírse y dar por sentado de que el sentido del humor no caduca con la edad.
Emigrantes
José me cuenta que nació en 1916 en Buenos Aires. Sus padres eran gallegos, del municipio lucense de Sarria, que emigraron a Argentina cuando él aún no había nacido. Vivieron en la Pampa, en una colonia en la que había muchos emigrantes, sobre todo italianos y turcos. Después la familia marcharía a la capital y muere su padre cuando él no había cumplido aún los cuatro años. Su madre, con sus cuatro hijos, se ve obligada a volver a España.
–No teníamos nada. La colonia gallega en Buenos Aires nos dio el dinero para el pasaje de vuelta. Por cierto, que durante el trayecto murió mi hermano de once meses de un sarampión y mi madre, para evitar complicaciones, lo llevó muerto en su regazo varias horas, tapado como si estuviera durmiendo, hasta que llegamos a Lugo. Mi hermano mayor se quedó con mi tía Matilde, al segundo lo acogió la familia de mi padre y yo me quedé con mi madre. Mi madre, sus dos hermanos solteros, mi abuela y yo formamos una familia.
José sobrevivió a una epidemia de tifus que lo dejó 42 días en la cama con fiebres altísimas. Él cree que aquello le hizo fuerte. Su adolescencia duró hasta que su madre y su tío le dijeron que tenía que aprender un oficio. Dice que su madre lo metió de aprendiz con un sastre. Cuando hubo aprendido el oficio le dijo a su progenitora:
–Ya he sido lo que tú has querido, ahora déjame a mí ser lo que yo quiera. Yo quería ser militar, me atraía mucho ese oficio. Cuando tenía siete años me perdía con los soldados que iban a hacer maniobras por donde yo vivía. Así que cuando tuve la edad me fui de voluntario. También quise ser guardia civil, como uno de mis tíos, pero no daba la talla, jejejeje.
El 30 de enero de 1936, recuerda con precisión de diamantista, ingresa en el Batallón de Infantería del Ministerio de la Guerra y se marcha a Madrid. España estaba sobre un volcán a punto de estallar.
–Mi amigo Santi me sirvió de cicerone en Madrid. Su padre era conserje de Las Cortes y nos dejaba ver por entre las cortinas los debates que se daban allí. Yo he oído a Carrillo, a la Pasionaria, a Gil Robles… A un montón de buenos oradores, gente que hablaba horas sin tener un papel por delante. Fue en aquellos meses cuando vi la quema de varias iglesias y cuando me enteré de que los rojos habían matado a mi tío el Guardia Civil. Yo hasta entonces era más bien de izquierdas, pero ver quemar las iglesias y la muerte de mi tío me hicieron cambiar. De todas maneras en el Ejército la ideología era lo de menos, ellos mandaban y tú obedecías.
José fue nombrado ordenanzas del general García Díaz y el estallido de la guerra lo pilló cuando estaba de permiso en Galicia, en zona nacional. Dice que allí le dijeron que tenía que ponerse a la orden de un tal teniente Pérez Almeida porque en España había empezado una guerra.
En la guerra
En ese preciso momento de la conversación entra en el salón su hermana, que me trae algunas viejas fotografías de su padre de cuando era soldado. Allí está José en las fotos de guerra con el triple arreo de militar, de regular con sus cinchas y capa blanca, de sargento con botas altas y gorra de plato, de combatiente con el fusil en una mano y el cigarrillo en la otra, con toda la pañería puesta encima…
De esa guisa recorrió José los campos de batalla, bajo los cañones y los símbolos, en los tiempos del estertor de los cimientos de nuestra historia. José no quiere hablar demasiado de la gente que vio morir en las trincheras o en el frente, ni de las veces que estuvo a punto de ser reventado por un tiro, ni de las penalidades y miserias que acarrea un enfrentamiento como aquel en el que podías encontrarte con un hermano en el bando contrario. Así que se limita a hacer un recorrido por los sitios a los que fue enviado a pegar tiros: a León, a Villablino, a Campos de Narcea, a Oviedo…
–Algo que se me ha quedado muy grabado en la memoria es la manera que teníamos de colar el café. ¡Lo hacíamos con la tela de los sacos! También me acuerdo mucho de aquella mañana en la que me desperté y me dijeron que habían fusilado a dos moros de mi compañía de regulares por violar a una chica. Luego resultó que no habían sido los moros quienes habían violado a la muchacha. En la guerra es donde más se dan las injusticias.
La compañía a la que pertenecía José apoyaba a la que estaba en vanguardia durante la llamada batalla del Ebro, que duró casi cuatro meses y fue en la que más combatientes participaron, la más larga y una de las más sangrientas de toda la guerra. Tuvo lugar en el cauce bajo del valle del Ebro, entre la zona occidental de la provincia de Tarragona y en la zona oriental de la provincia de Zaragoza, y se desarrolló durante los meses de julio a noviembre de 1938.
–Al final perdieron los rojos porque estaban muy desorganizados. No había unidad entre ellos. Esa batalla fue decisiva y a partir de ahí yo creo que los republicanos empiezan a pensar que habían perdido la guerra. Después de la batalla del Ebro tomamos Barcelona. Cuando llegamos allí los barceloneses le besaban las botas a Yagüe.
La noticia del final de la guerra le llegó a José cuando estaba comiéndose un chusco. Dice que oyó a alguien gritar ‘¡La guerra ha terminado!’ y que soltó el pan y fue a dar abrazos a todo el que se pusiera por delante.
La guerra termina pero él sigue en el ejército. Dice que a partir del 39 fueron varios sus destinos: Caravaca de la Cruz, Calasparra. Úbeda, Marmolejo, Montoro y Bilbao, siempre formando parte del llamado ‘Servicio de Persecución de huidos’. Así hasta que es trasladado a Marruecos, exactamente a Xauen.
Para entonces ya es sargento y en el año 1940 se casa. Tiene dos hijos y en el año 1942 decide inscribirse como voluntario a la División Azul. Le pregunto por qué con mujer y dos hijos se apunta a esa aventura militar con la que Franco quiso ayudar a Hitler en su lucha contra la Unión Soviética.
–No lo sé. Me atraía conocer lugares. Al principio no me escogieron pero luego sí. Me fui en 1943, cuando estaba a punto de disolverse esa unidad. Al desaparecer la División Azul se formó la Legión Azul con voluntarios que no quisimos volver. Casi unos dos mil españoles nos quedamos allí. Después de Stalingrado estuve destinado en un cuartel cerca de los países bálticos y de Finlandia en unas condiciones lamentables donde pasábamos mucha hambre y sólo podíamos movernos con trineos. Estábamos a cuarenta grados bajo cero. El vino nos llegaba en barriles que venían totalmente congelados y cuando lo repartían nos lo daban en trozos de hielo. Lo derretíamos en jarras de lata que poníamos a la lumbre para poder beberlo. Lo mismo que la mantequilla. Allí todo se tenía que derretir antes de comerlo. Yo cogí el paludismo y estuve a punto de palmarla. Me llevaron a un hospital de campaña alemán y allí me atendió una enfermera brasileña, con la única con la que me entendía algo. En Rusia estuve seis meses.
La Legión Azul también fue poco después disuelta y José vuelve a España, a Asturias, en donde estaba su mujer y sus dos hijos. Allí permanece hasta 1961 en que lo jubilan como militar pero le ofrecen un destino civil en Hacienda, en Soria. Seis años más tarde queda una vacante en Granada y se viene aquí con la familia, donde ha permanecido hasta hoy.
Antes de dar por concluida nuestra charla, que ha durado casi tres horas, José pide a su hija que me enseñe el diploma que recibió hace unos años de la Hermandad de Veteranos de las Fuerzas Armadas firmado por la entonces ministra de Defensa María Dolores de Cospedal. Mientras me lo enseña me cuenta José que fue uno de los cofundadores en 1958 de la Hermandad de Retirados del Ejército y que de vez en cuando asiste vestido de militar, con todas las condecoraciones e insignias que ha recibido a lo largo de su vida, a algunas reuniones de excombatientes. De alguna forma se siente orgulloso de su pasado, de haber sido divisionario e incluso de haber pasado enfermedades y penalidades en los frentes de batalla.
–Si reniegas de lo que te ha pasado en la vida es que piensas que no ha merecido la pena vivir -dice casi en un susurro cuando me despido de él.
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