Por el territorio de La Bizcocha y la Esquinazos
Historias de Granada
Algunas prostitutas de la Manigua fueron tan populares que sirvieron de material literario para escritores como Cervantes, Cela o Ladrón de Guevara
En 1940 se llevó a cabo la destrucción de la zona, para unos fue necesaria y para otros resultó una pura operación urbanística especulativa
La primera persona que me habló de la Manigua fue Felipe Romero, el autor de El segundo hijo del mercader de seda. Felipe Romero, que vivía con su mujer, la pintora Maripi Morales, en Reyes Católicos, le gustaba hablar mucho de Granada, de su pasado, de su gente, de sus tradiciones. Era un granadino de esos que los llevas a China y le preguntas después qué es lo que más le ha gustado del viaje y contesta que la vuelta a Granada.
Felipe Romero empezó siendo abogado laboralista y terminó de escritor. Me precio de ser uno de los descubridores -el verdadero descubridor fue Antonio Enrique- de su obra El segundo hijo del mercader de seda, la novela histórica sobre Granada por excelencia. En el año 1995 Antonio Enrique y yo formábamos parte del jurado del Premio de la Crítica de Andalucía que se iba a fallar en la ciudad de Arcos de la Frontera. Él había leído la novela de Felipe Romero y yo no. Antes de votar me dijo que la leyera. Me pasé gran parte de la noche antes de la reunión en la que se iba a elegir la obra ganadora con la luz de mi habitación de hotel encendida leyendo las aventuras de Alonso de Granada. Me atrapó la historia de tal manera que me sumé enseguida a la voz de Antonio Enrique que pedía a los del jurado una mención especial para la obra primeriza de Felipe Romero. Así salió en los periódicos, pero creo que fue el boca a boca lo que hizo que los granadinos la hicieran pronto su novela histórica preferida.
Felipe Romero -grande, bonachón y con sempiterna perilla blanca- murió de un infarto fulminante en agosto de 1998. Maripi cubrió tanta ausencia pintando esos maravillosos cuadros naif que forman parte de la historia pictórica de esta ciudad. Hasta que también falleció y Granada se quedó huérfana de este matrimonio genial. Lo he escrito alguna vez: verlos pasear, al escritor y a la pintora, era la certeza de que este mundo necesitaba de ellos para ser más justo.
Fue por él, como digo, por lo que supe de la existencia de un barrio que se llamaba La Manigua, que estaba muy cerca de donde ellos vivían. “Si quieres conocer el pasado de Granada tienes que saber lo que fue la Manigua”, me dijo en algunos de aquellos momentos en los que después de la presentación de un libro acabábamos en una taberna.
La piqueta
En una antigua y magnífica fotografía de Manuel Torres Molina se ve al alcalde Gallego Burín muy trajeado y con un pico apuntando al suelo para comenzar la demolición del barrio de la Manigua, un laberinto de callejuelas y casas dedicadas a la prostitución que se extendían entre Puerta Real, la actual calle Ángel Ganivet y San Matías, una zona de gente pobre y de pocos recursos. Entre 1919 y 1940 Granada experimenta un crecimiento demográfico importante debido, sobre todo, a la implantación de la remolacha azucarera en la Vega, la intensificación de los transportes y la emigración de los pueblos hacia la capital. También el turismo empieza a notarse y las autoridades piensan que es un mal ejemplo para la sociedad que venía la existencia de un barrio lleno de putas. Antes que Gallego Burín, según las memorias de José Acosta Medina, el alcalde que quiso acabar con el barrio fue el conocido por “el de las siete ges”. Y es que se llamaba Germán García Gil de Gibaja y era natural de Gabia la Grande, provincia de Granada. Este alcalde enviaba a los bomberos de noche para que lanzaran agua sobre las casas y ayudar así a su hundimiento.
La Manigua debió ser como el Barrio Rojo de Ámsterdam pero a lo cutre, sin escaparates de por medio. Las putas de aquellos años, según Trapiello, era de tres clases: las peripatéticas o viarias, putas de calles y tarascas; las de burdel, llevadas por un rufián o chulo putas; y las tusonas o discretas, dueñas de sí, que recibían en sus casas. Son muchos los escritores que han aludido en sus obras a este barrio. Paco Sánchez Montes me dice que Cervantes ya aludía a él en sus escritos. La Manigua, para el autor del Quijote, era el prostíbulo de la ciudad otorgado por los Reyes Católicos y regulado por ordenanza de oficio en tiempos de Carlos V para que el “padre de la mancebía” velara por la higiene y por el orden en el sitio. Cervantes mienta a las prostitutas granadinas Pizpita, Mostrenca o Repulida. Y muy especial de La Méndez, ramera que había ejercido en la Corte y pasaba sus últimos años en Granada.
En nuestras conversaciones en el Puente de Almuñécar, Pepe Ladrón de Guevara me habló alguna vez de la Bizcocha, seguramente la prostituta más famosa que ha tenido Granada. Él había escrito sobre todas ellas en un ensayo que tiene sobre la vida en este famoso barrio. Decía Pepe que la Bizcocha era una mujer que llegó a convertirse en un mito del que todo el mucho hablaba pero que poca gente conocía. Era muy famosa, no solo en Granada, sino en el resto de España. Camilo José Cela la menciona en su novela San Camilo 1936 escrita en 1969. Entre las anécdotas que cuenta Paco Gil Craviotto sobre la visita que hizo Cela a Granada, donde vino a participar en unas jornadas de Literatura en la Universidad, está el que el futuro premio Nobel preguntara por la salud de la Bizcocha.
-Es la única persona que me interesa de Granada -dijo Cela, que luego escribiría que el lupanar de la meretriz granadina, en la calle Jazmín, era el más lujoso del país, donde las pupilas vestían incluso mantón de Manila.
Uno de los mesones que se han abierto recientemente en aquella zona lleva su nombre: La Bizcocha. Y un restaurante recién estrenado hace mención al nombre del barrio: Manigua. Con esos nombres, como dice mi amigo Eduardo, seguro que les irá de puta madre.
Pepe me hablaba también de la Esquinazos, una mujer rubia e imponente en la que muchos granadinos de la postguerra se desprendieron de su virginidad. La Esquinazos, según recordaban dos veteranas prostitutas en un reportaje reciente de Ángeles Peñalver, arruinó a hombres con posibles y directores de bancos que bebieron los vientos por ella. Fueron muchos los que la quisieron quitar del oficio, pero ella nunca se dejó. Estaba convencida, como Cesare Pavese, de que las putas trabajaban a sueldo… “¿pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?”.
También estaba la Muertos, que se llamaba así porque su padre trabajaba en una funeraria. Morena y muy guapa, era una clásica de la prostitución local y trataba a los clientes con mucha amabilidad. Estuvo ejerciendo hasta bien entrados los ochenta y tuvo una muerte fatal: un cliente la ahogó con una toalla. La Margot era francesa. Era muy refinada y tenía un máster en prostitución. Otra, la Chari, murió de una manera tragicómica: se atragantó con un hueso de pollo cuando comía en una venta de las afueras. Algunas prostitutas de entonces se hacían rogar y no comenzaban a trabajar hasta que el cliente no las invitaba a cenar. Aquella noche el cliente ni cenó ni folgó. Pobre Chari.
Y como caso curioso, en una de las casas de latrocinio iba una señora a la que llamaban Doña Bisté que se había quedado viuda. Cuando el marido falleció, le dio por ir a estas casas a que le hicieran el amor de urgencia. Pagaba siempre por el servicio cien pesetas, según tiene escrito el periodista Alejandro V. García. Era el único caso de mujer que pagaba a un hombre para que se acostara con ella. Ni que decir tiene que había cola cuando doña Bisté se presentaba en la casa de putas.
En el año 1984 compartí un premio literario con José Carlos Gallardo, un poeta granadino que llevaba muchos años viviendo en Buenos Aires. Había venido a su Granada natal a recoger el premio, que lo concedía la Caja General de Ahorros. Él lo había ganado en la modalidad de poesía y yo en la modalidad de libros de viajes. Pues bien, recuerdo que en la cena en la que nos entregaban el premio, me habló de su niñez por el barrio de la Manigua. Me contó que él había ejercido de lazarillo de un ciego llamado Pepe que tocaba muy bien la guitarra. Y que muchas noches lo llevaba al prostíbulo de la Bizcocha porque había clientes que demandaban los servicios del ciego: les gustaba oír el concierto de Aranjuez, por ejemplo, durante el trajín amoroso. José Carlos murió en 2008 y dejó dicho a la familia que la mitad de sus cenizas la esparcieran por Buenos Aires y la otra mitad por Granada. A ser posible por donde estaba el barrio de la Manigua.
¿Especulación urbanística?
Fue, como digo, el alcalde Gallego Burín el que quiso acabar con el barrio del pecado y de la lujuria. En un pleno municipal se aprobó la urbanización de “un barrio entero, repugnante, ocupando el centro de la ciudad”, se dijo en el acta. De ahí que se procediera a su demolición a primeros de junio de 1940. Se acometía así una de las grandes reformas urbanas de Granada que también conllevaría el embovedado del Darro y la explanada de Puerta Real. En la vieja fotografía de la que hablaba antes se ve al alcalde con el pico emprendiéndola con la antigua Casa de Socorro. Para ello antes había que llevar esa gente que vivía allí a otras zonas de la ciudad, lo que generó no pocas protestas vecinales y hasta una huelga de piernas cerradas de las prostitutas, que no querían perder el barrio en el que trabajaban. También muchos vecinos tuvieron problemas de reubicación. Pero la nota del Ayuntamiento era clara, aquello era una “zona de juergas y de gentes de vida alegre y desvergonzada, de vicio y degeneración. Un lupanar que había permitido que la ciudad se deshiciera material y espiritualmente”. Había una cruzada en toda regla contra la Manigua. Un arzobispo auxiliar, Manuel Hurtado, llegó a clamar contra los “lamentables espectáculos que ofrecían las descocadas mujerzuelas a plena luz del día”, por lo que exigían urgentemente una intervención de las autoridades. El escritor inglés Somerset Maugham, en su libro en el que pone a parir a los granadinos, visita el barrio y dice que aquí “muchas mujeres dicen la buenaventura, danzan para los extranjeros o se dedican a menesteres más degradantes. No es otra cosa que la lucha por el pan de cada día. Me preguntaba yo si en primavera los jóvenes amarían a las doncellas, o si solo se acoplarían como las bestias”, dice el autor de El velo pintado.
Pero algunos de los investigadores de la ciudad creyeron que más que una reparación de la moral, aquello fue más una operación especulativa. La prostitución por aquellos años era legal y el número de prostíbulos era muy similar al de iglesias y conventos. No había razón para ir contra ese oficio.
Julio Juste escribiría que la operación de Gallego Burín, con un hábil manejo de los instrumentos de intervención pública, “saca a subasta pública los terrenos expropiados en unas condiciones en que un solo puñado de capitalistas, en muchas casos implicados en el propio aparato administrativos, tienen acceso a aprovecharse de esa hábil conjunción entre los privado y lo público”. En un libro reciente sobre Gallego Burín, Mateo Revilla dice estar convencido de que la apertura de la calle Ganivet fue una solución urbanística equivocada. “Calle Ganivet es una operación que niega la historia de la ciudad al destruir su tejido y carecer de razón funcional o representativa”, dice Revilla.
Aunque lo que sí parece cierto es que la mayoría de los granadinos creía que aquella reforma urbanística era necesaria. De ahí que el alcalde enchaquetado empezara a demoler el barrio con un pico. “Y de pronto, el dédalo de callejuelas y casas de prostitución de la Manigua quedará reducido a escombros, desapareciendo para siempre el célebre barrio, cuyas madrugadas de burdeles solían terminara entre copas de anís y una tos tuberculosa bajo las bufandas que aliviaban el malestar y el frío trasparente de las amanecidas”, escribe Juan Bustos.
En solo tres años el barrio desapareció. Franco vino en 1943 a inaugurar la calle Ángel Ganivet. De acuerdo, el barrio se fue, pero quedaron las putas para garantizar la pervivencia de lo que se llama el oficio más antiguo del mundo.
También te puede interesar
Lo último
Contenido ofrecido por Grupo Aldente