Los viejos calabozos ya son historia

Descenso a los subterráneos policiales

La Jefatura de Policía se muda y abandona las celdas de detención de la calle Duquesa, donde estuvieron recluídos durante la transición numerosos presos políticos.

Texto: Alejandro V. García / Coord. Multimedia: Francisco Torres

19 de diciembre 2008 - 22:54

Granada/El viejo inmueble de la jefatura de Policía y, en particular, sus calabozos, ya son historia. Desde hace pocos días ocupa un “luminoso” inmueble en el Cerrillo de Maracena. Por los sótanos del edificio de Duquesa han desfilado a lo largo de décadas ladrones de guante blanco, parricidas, violadores, delincuentes comunes, pero también presos políticos. Buena parte de los hombres que hicieron la transición pagaron su tributo en las celdas o en las salas de interrogatorios. La mayoría no ha vuelto, aunque el recuerdo de los días que pasaron entre rejas, con miedo a ser torturados, es indeleble.

“Lo recuerdo tétrico, inmundo. El gran temor era que nos torturaran”. “A mí lo que no se me olvida es la luz. La luz que no se apagaba nunca. ¿Palizas? Sí, nos dieron más de una...”.

“La celda era muy estrecha y había un banco de cemento y una colchoneta sobre la que nos estirábamos con dificultad para dormir. A la izquierda, entrando, estaban los servicios”. “Te quitaban el reloj y perdías la sensación del paso del tiempo...”.

¿Cómo son los calabozos hoy, a punto de convertirse en historia? El agente que guía a los periodistas es un tipo joven, alto, educado, aunque mantiene cierta prudencia profesional. Nos reúne en el distribuidor principal del edificio, frente a una puerta que da una especie de callejón por donde se filtra la luz gris y gélida del atardecer de diciembre, y por donde salen obreros cargados de cajas llenas de antiguos legajos que depositan en un gran camión de mudanzas aparcado en la calle. Hace frío, ese frío lleno de ecos y resonancias de los edificios deshabitados.

El agente mira someramente al grupo, comprueba que todo está listo e iniciamos la visita. Habla con la neutralidad de un guía que mostrara un museo sin objetos. “Por aquí llegaban los detenidos. En este lado había un banco. Aquí se les leían los derechos, se les cacheaba y se les tomaba la filiación. No podían pasar llaveros, cordones ni bolígrafos”.

El agente habla en pasado pero ¿a qué tiempo se refiere? ¿Quiénes son los presos que desfilan temerosos y pálidos en su narración? ¿A qué época pertenecen los detenidos que depositan en la mesa de inspección sus pertenencias y pronuncian sus nombres con desconfianza? ¿De qué se les acusa? ¿Es la cruel comisaría de los últimos años del franquismo, la comisaría a la que se refieren, con un temor que los años no han disipado, los antiguos presos políticos? ¿O a la de hace apenas dos semanas, la víspera del traslado a la nueva jefatura del Cerrillo de Maracena?

El grupo sale a una estrecha galería húmeda y oscura de una diez metros de longitud que desemboca en un pasadizo abovedado. Pasamos. El aire ya no es el mismo, quizá un poco más húmedo aunque no huele a cerrado. Todo está ventilado y escrupulosamente limpio. En vano buscamos el olor arqueológico del miedo segregado por cientos de detenidos al atravesar las mismas estancias que ahora cruzamos nosotros.

Las escaleras desciende a un segundo tramo y luego a un despacho diminuto, de no más de cuatro metros cuadrados, en el que hay encajada contra la pared una mesa metálica, un gastado sillón verde y una papelera de plástico barata. El agente pulsa un interruptor de cerámica roto y enciende un par de tubos fluorescentes que dejan caer una luz cruda .

“A mí me detuvieron en 1970. Me detuvo en una manifestación el inspector Martínez, que era un personaje terrible. Me llevaron directamente al calabozo. Recuerdo que estaba aislado en una celda muy estrecha, con un poyo de cemento y un colchón donde apenas cabía. Recuerdo también que la luz estaba siempre encendida. Yo no sé si realmente la celda es así de reducida o si mi recuerdo la ha exagerado”, relata Mateo Revilla, ex director del Patronato de la Alhambra y entonces un activo militante del Partido Comunista de España.

“Pero lo más inolvidable ocurrió a la hora de la cena”, continúa Revilla. “Me dieron un plato con una tortilla francesa ¡y una cuchara! ¡En mi vida he tomado una tortilla con cuchara! Era por seguridad pero a mí me pareció un detalle terrible y surrealista. Pasé una noche entera. Por la mañana empezaron los interrogatorios. No me trataron mal. Al anochecer me llevaron en un furgón a la Audiencia y luego a la cárcel. Me acusaron de resistencia y de manifestación ilícita. ¡No sabes la alegría que medió que me trasladaran a la cárcel! ¡Cómo serían los calabozos para que uno se alegrara de ir a la prisión!”.

Los temibles calabozos son cuatro y se encuentran alineados en un pasillo de poco menos de un metro de anchura. Hay dos individuales, de dos o tres metros cuadrados de superficie, con un poyete de obra que ocupa la mitad del habitáculo; otro, un poco más amplio, y luego la celda de aislamiento, igual que las otras pero con una puerta maciza en lugar de los barrotes y un cerrojo desproporcionado.

“Estuve encerrado siete días, allá en la Navidad de 1970. La sensación que tengo es de mucha angustia. Y me acuerdo de la luz, una luz que no se pagaba nunca”, dice Antonio Cruz, actual subdelegado del Gobierno, responsable de las fuerzas de Seguridad del Estado en la provincia, y entonces militante del Partido Comunista.

El agente que nos acompaña trata ahora de encender la luz del pasillo. ¡La famosa luz que todos recuerdan permanentemente encendida hoy está apagada! Y más curioso: la luz resiste al empeño del agente. Varios intentos después por fin se iluminan un par de bombillas de bajo consumo colocadas de través en el techo, junto a unos tragaluces cegados, que dan una luz tenue, que llena el corredor de los calabozos de una suave e inquietante penumbra. Todo está limpió, exageradamente limpio.

“Yo estuve en los calabozos en 1976 y los recuerdo muy tétricos. Tétricos e inmundos. Estuve dos días. Me detuvieron con tres alumnos de la Universidad de UGT un nueve de noviembre de 1976, mientras pegaba carteles en el Zaidín convocando una huelga. Íbamos en mi coche, con el cubo de cola. De pronto apareció la Policía. Nos encañonaron, con las manos en la pared, y nos condujeron a comisaría”, rememora María Izquierdo, histórica militante socialista. “Ahora recuerdo un detalle que jamás he contado”, prosigue la ex eurodiputado del PSOE. “Al día siguiente me llevaron un muda de ropa interior. Cuando salí en libertad me entregaron todas las pertenencias, ¡menos el sujetador! No sé, quizá es que había un policía morboso y se quiso quedar con él”.

El agente abre con cierta solemnidad las puertas de barrotes para que las inspeccionen los visitantes. El interior no transmite nada, salvo una promesa de claustrofobia. Los últimos detenidos han dejado su marcas y firmas en los barrotes de las celdas raspando la pintura con las uñas. “Sol te kiero”, dice una, Y luego nombres que no evocan nada: Kiko, Rey Damián. Richi. Y lugares geográficos. Enfrente, el cuarto de baño, una habitación amplia pero dramáticamente vacía. El murmullo de las cisterna averiada hace compañía, disuelve el silencio. En el plato de ducha, el óxido de las tuberías han dejado cercos enigmáticos.

Las periodistas se demoran en los calabozos, como tratando de encontrar alguna pista del pasado, pero la búsqueda es vana. Todo está escrupulosamente barrido, lavado, limpio y depurado. No hay ningún atisbo de suciedad. Son otros tiempos, claro.

Nos disponemos a abandonar los calabozos pero aún falta algo.

A un lado de la escalera hay una entrada que ostenta el enfático nombre de “Policía científica” pero escrito a mano por algún funcionario con buena caligrafía. La tinta está desvaída por la humedad. Es la sala de identificación y fotografiado de los detenidos. Allí, al contrario que en los calabozos, nadie ha entrado hace mucho tiempo o, al menos, han respetado el orden y el exiguo decorado. En las paredes ante las que se retrataba a los detenidos permanecen las marcas de las estaturas, de 140 a 1a 200 centímetros, rotuladas con el mismo primor manual que el cartel de la entrada. También hay un taburete alto para tomar las huellas dactilares y, como única decoración, tres láminas seguramente arrancadas a calendarios que reproducen insectos y una panorama con nubes.

“Cuando pasé a la cárcel”, evoca Antonio Cruz, “fue una liberación porque allí no había interrogatorios. Nos detuvieron en pleno estado de excepción. En esa caída nos cogieron a todos los que habíamos participado durante el verano en la huelga del 70. Cayeron Francisco Portillo, Jesús Carreño, Joaquín Bosque, Pepe Cid de la Rosa,

Cándido Capilla... En 1973 el fiscal pidió en total una condena de 200 años de cárcel. Nos interrogaban a diario. ¿Tortas? Claro, más de una”.

Desde primero de mes ningún inspector desciende a los sótanos de la Comisaría de Duquesa en busca de los detenidos y tampoco acude nadie cuando se evocan los nombres de los comisarios de la terrible brigada político social. Sólo subsisten, más o menos borrosos, en la memoria de quienes fueron víctimas de su celo y sus métodos violentos. El inspector Martínez, don Paco El Largo (o El Jirafa), el comisario Fernández son espectros de unos tiempos oscuros y convulsos en que se jugaba el ser o no ser de las libertades.

“A mí me marcaron aquellos dos días en los calabozos”, confiesa María Izquierdo. “Me sirvieron para tener claras ciertas cosas. De aquella experiencia me ha quedado desconfianza y una gran animadversión a todo lo que signifique violación de los derechos humanos”, agrega.

Termina la visita. Volvemos a la entrada de la vieja jefatura donde continúa el trajín de los operarios de la mudanza. El agente nos saluda con la misma cortesía.

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