Washington Irving, todo un cuentista en la Alhambra

Su primer éxito literario lo obtiene sirviéndose de un engaño a los posibles lectores al publicar una historia sobre Nueva York

En sus narraciones sobre el monumento nazarí desborda la imaginación con historias de amores imposibles y tesoros escondidos

El camarín de la Virgen del Rosario, una joya arquitectónica que casi nadie conoce

Monumento dedicado a Washington Irving, en la subida a la Alhambra.
Monumento dedicado a Washington Irving, en la subida a la Alhambra. / José Velasco / Photographerssports

He escrito alguna vez que es curioso cómo han sido tres personas nacidas fuera de España las que más han hecho para que el nombre de Granada sea conocido en el extranjero. Uno de esos hombres escribió un libro de cuentos que se hizo viral entre los viajeros románticos, otro le dedicó un poema-piropo que ha sido repetido hasta la saciedad y otro le compuso una canción que se ha cantado en todas las partes del mundo. Me estoy refiriendo a Washington Irving, Francisco de Icaza y Agustín Lara. Granada tendrá una sempiterna deuda de gratitud con ellos. En este capítulo nos dedicaremos al primero.

Washington Irving se llama así por el presidente George Washington. Su madre era fans de aquel político considerado padre de la patria de los Estados Unidos. Por lo visto vivían en la misma calle en Nueva York y cuando el escritor tenía seis años su madre le llevó a que conociera al que era ya el primer presidente de la joven América. Los padres de Washington Irving eran comerciantes muy ricos. Llegaron a tener once hijos de los cuales solo ocho llegaron a la edad adulta. Pero no había problema para tapar tanta boca. Gran parte de la camada de los Irving también se dedicó al comercio y todos vieron bien que ese hermano alelado que no le gustaba estudiar y siempre estaba leyendo novelas de aventuras como Robinson Crusoe y las historias de Simbad en Los cuentos de la mil y una noche, se dedicara a la escritura.

Empezó su carrera de escritor publicando en el Morning Chronicle crónicas de carácter social (bodas, pedidas de mano y tal), pero le daba tanta vergüenza que lo hacía utilizando un sinónimo. Irving era de salud dedicada y los médicos le dijeron que era bueno que respirara otros aires que no fueran los de Nueva York. Fue así como al joven escritor le entró las ganas de viajar por todo el mundo. Además, estaba fascinado por Europa. Los hermanos se pusieron de acuerdo para costearle esos viajes como parte de la herencia que le correspondía. Y fue así como recala en el viejo continente europeo, muy convulso por entonces debido a las guerras napoleónicas. No le importa los peligros que acarrea los trayectos y así visita Italia, Francia, Bélgica, Holanda e Inglaterra. España la deja para el final. Fueron dos años (1804-1806) en los que el joven neoyorkino se empapa de la vida europea y llena su cabeza de datos y circunstancias que le servirán para su propósito de escritor. Vuelve a Nueva York con la idea de terminar la carrera de Derecho y de ganarse la vida escribiendo. En ese tiempo muere su prometida de 17 años y refugia su dolor en la escritura.

Detalle del monumento a Washington Irving.
Detalle del monumento a Washington Irving. / Fernando Velasco / Photographerssports

Bajo el seudónimo de Diedrich Knickerbocker, publica con más éxito del esperado su libro Una historia de Nueva York desde el principio del mundo hasta el final de la dinastía neerlandesa. Y lo hace de una manera tan ingeniosa que su fórmula debía de estar en los manuales publicitarios. Resulta que el joven Irving pone anuncios reiterados en los periódicos pidiendo información sobre tal Diedrich Knickerbocker, un supuesto historiador neerlandés que presuntamente había desaparecido de un hotel de Nueva York. Los neoyorkinos empiezan a preguntarse quién demonios es Diedrich Knickerbocker. Irving se pone de acuerdo con el dueño de una hostería para que publicara en los periódicos otro anuncio diciendo que si el señor Knickerbocker no regresaba al hotel para pagar su factura, publicaría un manuscrito que se había dejado en su habitación y que trataba de una interesante sátira sobre la historia local de la ciudad. Fue así como Irving les abrió a sus paisanos las ganas por comenzar a leer el libro del historiador desaparecido. El engaño resultaba tan creíble que hasta las autoridades neoyorquinas comenzaron a buscar al inexistente personaje. Cuando salió publicada esa historia de Nueva York, se vendió como rosquillas. “El libro conectó con el público y me dio celebridad ya que era una obra original y poco común en América”, llegó a decir el escritor en una entrevista, mucho después de que se descubriese que el historiador neerlandés no existía y que era él el que había escrito el libro. Como curiosidad, la palabra «knickerbocker» hace referencia a un pantalón usado por los colonos neerlandeses. Como cosa curiosa, en la actualidad Knickerbocker ha pasado a ser un apodo para los neoyorkinos en general. Fue adoptado por el equipo de béisbol New York Knickerbockers y por el equipo de baloncesto conocido en abreviatura por los Knicks, del que tanto hemos oído hablar en las películas americanas.

En Sevilla y Granada

Poco tiempo después el negocio de los Irving cae en bancarrota, pero el escritor ya puede vivir de lo que escribe. Así que decide viajar por segunda vez a España. En un principio le atrae nuestro país porque está escribiendo un libro sobre los viajes Colón y necesita datos que solo aquí podía obtener. Busca primero esos datos en la biblioteca Colombina de Sevilla e incluso se entrevista y toma amistad con los descendientes de los hermanos Pinzones, los que acompañan a Colón en su aventura.

Después de Sevilla, decide viajar hasta Granada. Hace el viaje con unos arrieros que le dicen que guarde bien su dinero y que deje un poco en una bolsa por si le atacan los bandoleros. Por lo pronto empieza a odiar esta ciudad porque nada más llegar alguien lo engaña y lo mete en una “posada zarrapastrosa y llena de chinches”, según escribiría después. A la mañana siguiente se va de la posada y se entrevista con el gobernador, que le permite que utilice una de las muchas estancias de la Alhambra. Fue en una sala del palacio árabe donde empezó a escribir sus cuentos, alentado sobre todo por lo que le contaba un tal Mateo Jiménez, que conocía muchos refranes y sentencias y le hablaba de encantamientos, fantasmas de moros que deambulaban por las murallas y de tesoros escondidos en el recinto nazarí. En ellos el escritor hace desbordar su imaginación escribiendo sobre lo que le contaba Mateo. El hechizo del ambiente se apodera del norteamericano y cabe imaginar que escribió sus maravillosos relatos con cierta facilidad, dominado por la atmósfera de leyenda que fue su vida durante el tiempo que estuvo en Granada. Sus sueños y fantasías se hacían casi visibles mientras paseaba por el monumento nazarí. El resultado fueron unos textos en los que se mezclaban personajes reales y ficticios, luchas y amores imposibles entre las leyendas que circulaban por la ciudad. Al publicarse los cuentos, llegó a ser uno de los libros más vendidos de la época, no sólo en su país, sino en el resto de Europa. Se tradujo a varios idiomas. De ahí que la Alhambra empezara a sonar en los oídos de muchas personas. Y de ahí que el turismo decimonónico empezara a pensar en Granada como destino turístico. Su estatua, altiva y elegante, está en uno de los carriles que suben al monumento nazarí.

stats