Cinéfilos sin padre

A cámara lenta

Cinéfilos sin padre
Susan Songtag
Raúl M. Osorio

21 de marzo 2022 - 11:34

Cuando el cine cumplió algo más de un siglo, Susan Sontag escribió, para el diario New York Times, un artículo de enorme repercusión y lucidez, pues ponía el acento en la profunda crisis que atravesaba el cine en su doble dimensión de medio de expresión artística y experiencia colectiva. El texto en cuestión nos habla de la decadencia del cine (The Decay of Cinema, 1996), en el que la escritora lamenta la proliferación de filmes de entretenimiento puro como base de la industria cinematográfica, así como la sustitución de la experiencia en salas, teatros o cines de barrio, de índole colectiva, por el cálido y confortable visionado en el salón hogareño, en detrimento de una verdadera experiencia ya que, en palabras de la autora: "ver una gran película en televisión no significa haber visto realmente esa película".

Ciertamente, veinticinco años después de esta publicación, asistimos a la desintegración de los valores colectivos del cine, tanto en su experiencia ritual como creadora. Ni siquiera en su dimensión educativa, ya que, ¿por qué no enseñamos verdaderamente cine como auténtico arte de la mirada, como medio de expresión artística, como forma de experiencia sobre el mundo, en vez de servirnos de sus atractivas capacidades hipnóticas para crear espectadores acríticos?

Interpelados a cuestionarnos por nuestra relación con las películas, el artículo de Sontag nos motiva a plantearnos una nueva reflexión: ¿qué significa ser cinéfilo hoy día? Voy más allá, ¿tiene sentido la cinefilia en el actual contexto de pérdida de puntos de referencia que han venido definiendo la práctica fílmica? La cinefilia alcanzó su auge hace más de sesenta años, en el contexto de las nuevas olas europeas, capitaneadas por la Nouvelle Vague francesa. Actualmente, no existen manifiestos ni estudios cinematográficos que se desarrollen con naturalidad en torno al arte cinematográfico. Es indudable que el mundo sensible ha sido reemplazado por su reproducción en medios audiovisuales, fotográficos, televisivos y digitales, magnificados por una sociedad de consumo que, por otra parte, ya estaba plenamente desarrollada en la década de los años sesenta, es decir, en la época de plena efervescencia y fervor cinéfilos. Existe, sin embargo, un motivo de mayor peso por el cual la cinefilia, actualmente, ha quedado reducida a una entelequia pretérita, que no es otro que la filiación.

Los escritores de la revista Cahiers du Cinéma, futuros cineastas, así como otros realizadores del incipiente cine moderno, no sólo admiraban a los grandes autores cinematográficos cuyas obras se elevaban a la categoría de arte, sino que, al mismo tiempo, convivieron con la mayoría de ellos: durante la década de los años sesenta, François Truffaut entrevistó a Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock, 1966), Éric Rohmer hizo lo propio con Carl Th. Dreyer (1965) y Jean-Luc Godard mantuvo una jugosa conversación con Fritz Lang (El dinosaurio y el bebé, 1967). En esos diálogos no sólo había un intercambio de miradas cinematográficas, sino también la transmisión de todo un flujo de conocimiento y experiencia artística y cultural de enorme valor. Durante las conversaciones se dan la mano las formas de expresión representativas del clasicismo y la modernidad que, aún partiendo de premisas diferentes, encontraban un punto común en algún lugar del cine.

François Truffaut, inspirador de la cinefilia moderna.
François Truffaut, inspirador de la cinefilia moderna.

Los bebés reconocieron a los dinosaurios, es decir, a sus padres y, en algunos casos, los rescataron del olvido y les volvieron a ofrecer la posibilidad de continuar haciendo cine, como la generación del Nuevo Hollywood, representada por los Coppola, Scorsese, Spielberg o Lucas, que en la década de los setenta rescataron a un denostado Akira Kurosawa, cuyas maravillosas películas habían satisfecho los sueños de cinéfilo más profundos de sus benefactores.

En mi opinión, el ejemplo paradigmático de lo que representa la cinefilia en su sentido más trascendente está encarnado en la figura de François Truffaut, crítico y autor cinematográfico que amaba el cine tanto o más que la vida. Tanto es así, que aseguró una filiación vitalicia con la creación del personaje de Antoine Doinel, su alter ego, cuya figura vio la luz por primera vez en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959). Al final del film, un travelling lateral acompaña al joven Doinel en su huida del reformatorio hacia el mar, cuyo rostro queda encuadrado y atrapado en la imagen, como si el cine quisiera abrazar y acoger un alma perdida, víctima de sus circunstancias. El séptimo arte significó para Truffaut/Doinel lo más parecido a un padre.

Antoine Doinel, alter ego de Truffaut en el plano final de Los cuatrocientos golpes (1959).
Antoine Doinel, alter ego de Truffaut en el plano final de Los cuatrocientos golpes (1959).

Lamentablemente, Truffaut nos dejó demasiado pronto, en 1984 y con tan sólo 52 años de edad. Anteriormente a él, desapareció toda una nueva generación de cineastas, surgidos en la Europa de la década de los sesenta, llamados a erigirse en nuestros padres cinematográficos, pero la cadena se rompió demasiado pronto: Pier Paolo Pasolini (m. 1975), Jean Eustache (m. 1981), Rainer Werner Fassbinder (m. 1982), y posteriormente Andrei Tarkovsky (m. 1986). Todas estas pérdidas reflejan la fragilidad de un cine cada vez más alejado de la vida, cuyo espejo refleja la imposibilidad de seguir representando imágenes vivas.

Después de Truffaut, la "cadena de la historia del cine", como la definió el influyente crítico Serge Daney, ha perdido uno de sus eslabones más esforzados y valiosos, pues tras él se han abandonado paulatinamente las verdaderas prácticas cinematográficas en detrimento de las audiovisuales, el pensamiento en imágenes que las sustenta, y el cine ha sucumbido a lo cotidiano amparado en el auge de la experiencia individual en nuestra sociedad. De aquella generación de padres "ausentes", tan sólo nos quedan cineastas tan dispares y esenciales como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub, Artavazd Pelechian o Werner Herzog. Afortunadamente, todavía en ellos persiste no sólo el pensamiento, sino también la práctica fílmica.

De ahí que el cine dejase a la cinefilia a merced de la intemperie, de forma definitiva, en la década de los ochenta, la más melancólica de todas. Por este motivo, el cineasta griego Theo Angelopoulos filma una de sus películas más desnudas y emotivas con 'Paisaje en la niebla' ('Topio stin omihli', 1988), en la que dos niños buscan desesperadamente a un padre que no existe, en el contexto desolador de los Balcanes. Por su parte, el realizador iraní Abbas Kiarostami propone una nueva mirada a través de los ojos de un niño que ya no busca a su padre, sabedor de la imposibilidad de su encuentro, sino la mirada cómplice del verdadero amigo en la extraordinaria y fundacional '¿Dónde está la casa de mi amigo?' ('Khane-ye doust kodjast, 1987').

El árbol como figura simbólica del padre en Paisaje en la niebla (1988) de Theo Angelopoulos.
El árbol como figura simbólica del padre en Paisaje en la niebla (1988) de Theo Angelopoulos.

Dos son las iconografías que representan el espíritu de ambos filmes: el árbol y la flor. Si, como decía el pionero y padre de la narrativa cinematográfica David W. Griffith, "el cine lo que necesita es el viento que agite los árboles", quizás aún estemos a tiempo de amar el cine tanto o más que la vida, aunque vivamos en la intemperie de nuestros hogares.

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