Nada es igual en el mundo

tribuna de opinión

El autor defiende que los científicos que convirtieron la energía nuclear en armas de destrucción masiva sabían que podían destruir el mundo. A pesar de ello las construyeron

Nada es igual en el mundo
Jerónimo Páez - Abogado y editor

23 de julio 2023 - 06:00

HOY día sabemos que no había necesidad de tirar dos bombas atómicas para que se rindiera Japón. Prácticamente lo había hecho ya. Lo sabía incluso el presidente norteamericano Truman cuando ordenó lanzarlas. La primera cayó en Hiroshima el 6 de agosto de 1945; la segunda, por si no era suficiente, se lanzó en Nagasaki tres días después, el 9 de agosto.

Se consumó así el mayor asesinato de la historia, ejecutado en menos tiempo. Murieron más de 200.000 personas. Arrasaron las dos ciudades. Y puede que hubiera unas 100.000 víctimas más –los hibakusha– que a lo largo de sus vidas vivieron en el infierno debido a la contaminación radioactiva.

Desde entonces nada es igual en el mundo.

Kennedy, en su discurso de investidura en 1961, definió la modernidad cuando dijo: “El mundo es hoy diferente, ya que tenemos el poder de acabar con todas las formas de pobreza existentes y todas las formas de vida”.

Sabia reflexión. Sucede que, desde entonces, no hemos conseguido acabar con la pobreza. Ha resultado una empresa mucho más difícil de lo que creíamos. Hubiera sido relativamente fácil si a las grandes potencias mundiales realmente les hubiera interesado. Para ello era obligado controlar la explosión demográfica, eliminar radicalmente la carrera de armamentos, limitar al máximo el gasto militar y utilizar ese dinero para generar riqueza y no destrucción. Y también acabar con la absurda y peligrosa lucha por la hegemonía mundial.

Ya a raíz de la Primera Guerra Mundial nuestros antepasados eran conscientes de que la ciencia y la tecnología que tantos beneficios habían traído a la humanidad en el siglo XIX habían creado nuevas y terribles armas, cantidad de avances tecnológicos destructores y habían producido la mayor matanza industrial de la historia, que fue la Gran Guerra. Esta catástrofe acabó con el orden antiguo sin que todavía hayamos conseguido arreglar el desorden que causó. Solía decirse en los años 20 que los ciudadanos habían perdido el romanticismo y la fe en el progreso. Desafortunadamente, esta última pronto la recuperaron.

Stefan Zweig en su excelente libro El mundo de Ayer nos dice que tuvieron que renegar de la fe en el progreso y darle la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra civilización tan solo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno.

David Lloyd George, primer ministro de Reino Unido (1916-1922) diría: “Las naciones resbalaron hasta el caldero hirviendo de la guerra, sin ninguna muestra de aprensión ni de consternación”. Prácticamente se sumergieron en esta locura, sin saber por qué y pensando que era un paseo militar.

Hoy día nuestra capacidad de destrucción es mucho mayor que en 1945. Actualmente existen 9.500 cabezas nucleares que, según los científicos, podrían destruir el planeta más de 100 veces. Con esta situación tan absurda y peligrosa, cada vez tiene menos sentido pensar que tanto Rusia como Ucrania, la UE y EEUU no hayan optado por hacer la paz a cualquier precio.

Dadas las consecuencias del desarrollo científico-técnico, no está nada claro por qué nos ha dado actualmente por sublimar el papel de los científicos, cuando es evidente que son responsables en gran medida de nuestro bienestar, pero también de numerosos avances tecnológicos que amenazan nuestra supervivencia.

De los gobernantes, en general, después de la manifestación de Lloyd George, mejor es no hacer comentario alguno.

Me vinieron a la mente estas reflexiones al leer, el pasado día 19 de junio en El País, el artículo que escribió Antonio Muñoz Molina: Lo que sería mejor no descubrir. Lo leí con detenimiento, toda vez que, dada la complejidad de este tema, pensé que podía aportar alguna luz. No fue así. Me extrañó lo que decía. Creí, por tanto, que era conveniente hacer unas reflexiones sobre el contenido del mismo.

Venía a decir Muñoz Molina, que hoy día nos encontramos ante el dilema de saber si los beneficios indudables que aporta el desarrollo científico-técnico compensan el daño que están causando. Desafortunadamente él no se pronuncia, evade la respuesta trasladándola a los expertos y no a los “ignorantes amedrentados siempre por la tecnología en los que él se incluye”. Es una pena que no lo hiciera, porque la destrucción que está causando nos afecta a todos.

Cuenta en su artículo la historia del profesor Roger Shattuck, que en 1945 sobrevoló en el caza que pilotaba las ruinas todavía humeantes de Hiroshima. Era muy joven entonces y venía de participar como aviador en la batalla del Pacífico. Añade que este profesor, al que conoció posteriormente, no olvidó nunca lo que vio. Lo describió en un libro, Conocimiento prohibido. Y sigue diciendo que tuvo plena conciencia de que, gracias a la bomba atómica, Japón se había rendido antes de la batalla final y él había salvado la vida. En consecuencia, considera Muñoz Molina que el dominio de la energía nuclear es una consecuencia extrema de la capacidad humana de conocimiento, disciplinada por la ciencia. Hasta entonces nadie había puesto en duda la bondad del progreso científico. Gracias a él, a la iniciativa de Einstein, al liderazgo de Robert Oppenheimer en el proyecto Manhattan, la bomba atómica había otorgado una supremacía abrumadora a EEUU y acelerado la derrota del fascismo y el final de la guerra.

Cuesta creer que se puedan hacer estas afirmaciones. La tesis de que se tiraron las bombas para salvar vidas es la oficial que propagó el Estado Mayor norteamericano para justificar el asesinato de varios cientos de miles de ciudadanos japoneses, que ninguna responsabilidad tenían en las aventuras guerreras de su Imperio.

Si Muñoz Molina hubiera leído el riguroso libro de Peter Watson, Historia secreta de la Bomba Atómica. Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba, sabría que “recurrir a las bombas atómicas contra Japón fue del todo innecesario”. Para entonces, los japoneses estaban dispuestos a rendirse. Se lanzaron sobre todo para impresionar a Moscú, para mostrar que Norteamérica era la nación más poderosa de la tierra.

El propio Eisenhower, comandante de las fuerzas aliadas en Europa y sucesor de Truman en la Presidencia de EEUU, dijo: “Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearles con esa arma tan terrible”. Sucede que nadie fabrica una bomba de tal calibre para no lanzarla.

Sorprende por otra parte que Muñoz Molina pueda decir que la energía nuclear convertida en pura destrucción es una consecuencia extrema de la capacidad humana del conocimiento, disciplinada por la ciencia. Es simple y llanamente una prueba de la estupidez y la ambición humana. No hay ninguna otra especie viva en el planeta a la que se le ocurra crear una innovación tecnológica que pueda destruirla. Bertrand Russell pensaba que, con la bomba atómica, la ciencia había cruzado una frontera que no debía haber traspasado nunca. Tampoco es cierto que hasta entonces nadie hubiera puesto en duda la bondad del progreso científico, ni que la bomba atómica acelerara la derrota del fascismo y el final de la guerra.

El 16 de julio de 1945 se probó, con éxito, en el desierto de Alamogordo. Hasta entonces casi nadie sabía que existía. Mucho menos de su capacidad destructiva. Hitler se había suicidado en su búnker el 30 de abril en 1945. El nazismo afortunadamente desapareció con él.

Lo peor de las bombas atómicas es que no desaparecieron cuando murieron quienes las crearon. Oppenheimer, que se arrepentiría de haberla construido, llegó a decir que sería muy barato construirlas y quizás algún día la humanidad maldijera el nombre del laboratorio de Los Álamos. También que no existía ninguna posibilidad de defenderse contra un ataque atómico y que no tenía claro si la ciencia era buena para el ser humano.

Casi con tristeza añadió que estaba seguro de que sería EEUU donde se decidiría la clase de mundo donde íbamos a vivir. Desafortunadamente así ha sido. A esta nación le debemos muchos de los avances de los que hoy día gozamos y también la mayor parte del caos en el que vivimos. Es una pena que cuando se creó la UE se convertiría en un lacayo al servicio del imperio norteamericano y de su instrumento de poder, la OTAN, en vez de ser una gran potencia independiente con su propia política. Es seguro que peor no le habría ido al mundo.

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