El baile flamenco o el fantasma de la libertad
Flamenco
La danza vista la pasada Bienal demuestra el interés de los artistas en la experimentación y las alianzas
Hace unos días se clausuró la última edición de la Bienal de Flamenco de Sevilla. Una Bienal que, afortunadamente, se pudo desarrollar con normalidad y sin mascarillas obligatorias, y que poco después de su cierre vio cómo dos de los artistas invitados, Ana Morales y Andrés Marín, eran galardonados con el Premio Nacional de Danza.
En el terreno del baile, o mejor dicho de la danza flamenca, la protagonista absoluta ha sido la experimentación de unos artistas (mujeres en su mayoría), con una sólida posición en el panorama flamenco y con unas edades que oscilan entre los 32 años de Patricia Guerrero y los cincuenta o cincuenta y poco de Eva Yerbabuena, Israel Galván, Andrés Marín y Rafaela Carrasco.
Salvo colaboraciones puntuales, como la de El Peregrino en el espectáculo de Vargas y Chloé, Vargas y Chloé la única excepción, por arriba, ha sido la de Manuela Carrasco.
Una excepción de vital importancia si se piensa que está desapareciendo de los escenarios una generación de artistas que son representantes de una tradición transmitida de persona a persona; artistas que nos permiten recordar de dónde viene este singular arte y cuál es su esencia primigenia.
Por debajo, la única excepción han sido la de Paula Comitre (1994). De la savia nueva, salvo la granadina Claudia La Debla (presentada por Patricia Guerrero en la Factoría Cultural de las Tres Mil Viviendas) y los jóvenes del Hotel Triana, no ha habido rastro alguno en la programación oficial.
Después de lo visto, hay que destacar cómo la mayor parte de estas bailaoras y bailaores, pasados de técnica y conocedores en profundidad de la tradición de la que proceden, siguen buscando nuevas formas de expresión que les permitan enriquecer sus universos artísticos y hablar de su mundo, que no es ya el mundo del siglo XIX o principios del XX, cuando nacieron y se codificaron muchos de los bailes flamencos.
A estas exigencias creativas se une, en el mundo tecnológicamente globalizado que vivimos, la contaminación con otros géneros y culturas y una búsqueda incesante de alianzas, dentro y fuera del flamenco, que los inspiren en su trabajo y les abran las puertas de mercados más amplios e internacionales. Unas alianzas que, de algún modo, alimenten también la sed de novedades que caracteriza a muchos programadores y a una buena parte del público actual (críticos incluidos), que les dan alas a estos artistas para que se lancen sin red por cualquier precipicio.
Por otro lado, observamos la irrupción en el flamenco de una fórmula ampliamente utilizada en el teatro de las últimas décadas. Se trata de un tipo de obra abierta denominado Work in progress o trabajo en proceso, ligado a menudo a las residencias artísticas, y que permite una primera confrontación con el público para corregir o incluso eliminar elementos antes de llegar a un hipotético producto final. El problema es que una gran parte del público está confundiendo el proceso (en esta Bienal, solo el De lo humano de David Coria) con la obra terminada (La Leona de Olga Pericet y el Yarin de Andrés Marín y Jon Maya).
Es cierto que los bailaores/as están obligados a dialogar con la herencia recibida y con la técnica adquirida, pero es la hibridación lo que ahora prima como modelo. Y no podemos culparlos del todo ya que, frente a la inexistencia de una Cultura del Estado o de la sociedad, ha surgido una cultura del individualismo en la que la libertad personal, el ego e incluso el capricho están perfectamente legitimados.
La ansiada libertad, sin embargo, implica el drama de tener que elegir y, en ocasiones, los intérpretes menos seguros de lo que son y de lo que quieren ser, se ven prisioneros de la falta de reglas. Como han observado algunos teóricos, el bailarín-actor oriental, en el que se mira de vez en cuando el flamenco, tiene a menudo más libertad en su mundo de reglas perfectamente codificadas que el actor occidental o el bailarín de danza contemporánea.
Porque no basta solo con bailar (o cantar, o hacer música). Hay que situar el baile en el espacio y engrandecerlo para la escena; ahí entra el problema de la síntesis. Se necesita un gran conocimiento para mirar desde arriba y unir los distintos elementos en un todo, para “resolver la complejidad en algo sencillo”, –por decirlo con Brancusi– que conecte con el alma del espectador. Algo así como lo que hizo Gades en sus Bodas de sangre, por poner el ejemplo más claro.
Dicha síntesis, que requiere experiencia y talento, es labor del coreógrafo(a) y de la dirección de escena. Dos funciones que no todos los intérpretes están preparados para realizar –ni tienen por qué– y que siguen constituyendo una de las grandes lagunas del flamenco, la última de las artes escénicas. Unas carencias que las administraciones de Andalucía (cuyo único arte autóctono es el flamenco) llevan años sin remediar, dejando, por ejemplo, que el único Centro Coreográfico de España (el de María Pagés) se instalara en Fuenlabrada.
Si se analizan algunas de las obras estrenadas en esta Bienal, cabe preguntarse: ¿están todos esos artistas, intérpretes maravillosos en su mayoría, preparados para llevar a cabo la síntesis que requiere todo espectáculo? ¿Estaba María Moreno preparada para dejar la soleá en su pura esencia? ¿Está ya preparada la joven Paula Comitre, otra intérprete excepcional donde las haya, para dirigir y coreografiar un espectáculo de gran formato como Alegorías? Decir que sí sería, cuanto menos, condescendiente.
No es casual que, salvo la poética pieza de Florencia Oz e Isidora O’Ryan (Antípodas), los espectáculos más positivamente recibidos hayan sido los más cercanos a la tradición, o dicho con otras palabras, aquellos en los que el baile ha estado acompañado de un buen cante y/o buenas guitarras, como el Sí, quiero de Mercedes de Córdoba. O los dirigidos y coreografiados por creadores con experiencia y conocimiento, como el Nocturna de Rafaela Carrasco y, especialmente, el Flamenco: espacio creativo de Alfonso Losa y el Insaciable de La Piñona, ambos firmados por el tándem Estévez y Paños. Dos artistas que luego, en su propio espectáculo La confluencia, ofrecieron baile a raudales y una auténtica lección de historia de la danza.
Otros creadores más experimentados, con poco que demostrar, han utilizado su sacrosanta libertad para hacer lo que les pedía el cuerpo, sin obligación de lealtad a los ritmos, los instrumentos o los bailes tradicionales. Como Israel Galván con sus Seises, o Rocío Molina con su polémica Carnación, o incluso Ana Morales –otra bailaora extraordinaria, aunque con menos proyección internacional que los dos anteriores–, con su Peculiar. Solo que aquí entra de lleno el tema del público, de un patio de butacas que lo ha aplaudido casi todo de pie, para luego, a la salida, manifestar su claro desconcierto.
Porque todo artista de verdad debe ser independiente, pero en las artes escénicas, este forma parte de un binomio inseparable con el público. De modo que hay que preguntarse: ¿Hasta cuándo va a seguir respondiendo ese público heterogéneo y pagante que todo lo aplaude? ¿Por qué más de una noche, mientras miles de jóvenes se dirigían a algún concierto en otro espacio de la ciudad, el teatro Central, con poco más de 400 butacas, no lograba completar su aforo? Ese es otro debate que, más pronto que tarde, tal y como van las cosas, no habrá más remedio que afrontar también en el flamenco.
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