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A media luz

Petit Paris | Crítica

La nueva novela de Justo Navarro recupera el personaje del comisario Polo, al que conocimos en 'Gran Granada', para sumergirse en la atmósfera del París ocupado durante los años negros

El poeta, narrador, traductor y ensayista Justo Navarro (Granada, 1953). / Ricardo Martín
Ignacio F. Garmendia

03 de febrero 2019 - 06:10

La ficha

Petit Paris. Justo Navarro. Anagrama. Barcelona, 2019. 240 páginas. 18 euros

A ningún autor le gusta que sus obras sean encasilladas y es habitual que los que se sirven por sistema o episódicamente de los códigos de género afirmen que su oficio consiste en escribir novelas sin adjetivos, pero esta defensa de la singularidad no siempre se ve correspondida por el resultado cuando aquellas, como ocurre a menudo, se limitan a reproducir sin más los estereotipos consabidos. A los grandes, por otra parte, se los reconoce no por sus declaraciones sino por su escritura y la de Justo Navarro, que lo es sin duda ninguna, hace mucho que se cuenta entre las más valiosas de la literatura española contemporánea.

Como traductor, entre otros de Dashiell Hammett, y como crítico ha mostrado Navarro su gran familiaridad con la novela negra, pero también su obra propia ha transitado por un género especialmente fértil cuando no renuncia, como sucede en su caso, a retratar el clima moral del tiempo que refleja. Podíamos comprobarlo en su anterior novela, Gran Granada, donde trazaba una exacta radiografía de las cloacas del franquismo, y vuelve a verse en Petit Paris, que más allá del guiño que sugiere el título comparte con su predecesora no sólo el protagonista, sino la intención de recrear la miseria, la ambigüedad y la vileza de regímenes fundados en la violencia que se apoyaron para ejercerla en redes corruptas y criminales.

El autor mantiene su interés por descender, sin iluminarlos del todo, a los abismos de la condición humana

Si Gran Granada remitía a un año, 1963, en el que la dictadura nacional-católica impulsaba el desarrollismo sin abandonar la retórica de la victoria, Petit Paris se localiza justo dos décadas atrás en el momento en que los nazis y sus aliados fascistas, dueños todavía de enormes extensiones de terreno conquistado, empiezan a comprender la inevitabilidad de la derrota. El comisario Polo, cercano a la edad de jubilación, es enviado a la capital ocupada en una misión no oficial que tiene que ver con la desaparición de unos lingotes de oro y del individuo, conocido del policía, que supuestamente los ha robado a un industrial granadino, señalado falangista que ha vivido el presunto robo como una traición íntima.

Se trata de un encargo privado, pero una vez en París el comisario es requerido para investigar una serie de muertes o asesinatos que implica a varios miembros de la legación española, parte de ese "pequeño París menguante, cada vez más vacío y cada vez con menos espacio", donde se acumulaban los cuerpos represivos tanto franceses como alemanes, en un siniestro abanico de siglas que multiplicaba los esbirros, los espías, los confidentes, los torturadores, con la activa complicidad de los representantes, entre ellos los franquistas, de las naciones afectas al Nuevo Orden.

Desfile de tropas alemanas en el París ocupado.

Es inevitable referirse a Modiano cuando se trata de la venenosa atmósfera del París oku, a la que Fernando Castillo ha dedicado una serie de recientes y reveladores ensayos, pero entre los referentes de Navarro se encuentran asimismo dos narradores que antes que el premio Nobel visitaron el mismo territorio de sombras, el popular Simenon y el menos conocido Léo Malet, cuya estupenda Calle de la Estación, 120 –aparecida en plena Ocupación, el mismo año en que sucede la acción de Petit Paris– fue publicada hace no mucho por Asteroide. También, casi en mayor medida, es visible el influjo del cine noir –o del polar, específicamente francés– en la agilidad, el trazo sobrio y el tratamiento objetivista de una novela que, ligada a esa doble tradición, tiene el sello personal de su autor tanto por la calidad de su prosa como por su interés en descender, sin iluminarlos del todo, a los abismos de la condición humana.

Navarro reconstruye con fidelidad documental y sabio pulso narrativo el entramado de falsas identidades, dobles juegos e intereses ocultos en una realidad engañosa, aún más dramática en tanto que abocada a la desaparición inminente, donde encuentran su hábitat ideal los aventureros sin escrúpulos y los buitres que se enriquecen –pasaportes, bienes incautados, obras de arte, toda una industria del despojo– aprovechando la indefensión de las víctimas. Los vencedores, inseguros, ya no pasean por la ciudad con la alegre despreocupación del comienzo. La Resistencia se atreve a atentar contra los ocupantes, que han dejado de mostrar un rostro amable para ejecutar implacables acciones de represalia. Los aviones aliados bombardean la ciudad y el pequeño París de los nazis –semidesierto por el toque de queda, a la media luz que impone el asedio desde el aire– sabe que tiene los días contados.

La novela destaca por el contraste entre el verismo de la reconstrucción y la indefinición de la trama

La maestría del novelista se manifiesta en el retrato de caracteres, empezando por el del comisario, duro y escéptico, como mandan los cánones, pero a la vez pragmático y entregado a su labor con un celo profesional que tal vez no interesa a las autoridades. El escurridizo Matthias Bohle, un seductor de nombre tan incierto como su cambiante trayectoria; el gestapista Palma, un antiguo subordinado al que asignan la tarea de protegerlo o acaso de vigilarlo; la enigmática Alodia Dolz, quintacolumnista superviviente del Madrid sitiado por los nacionales, y otros personajes oscuros que se mueven en el inframundo de la represión, los negocios sucios y las complicidades infames, describen a la perfección un turbio engranaje que vinculaba a las policías, las embajadas y las oficinas de prensa, partes de un mismo aparato con el que colaboraban delincuentes comunes o refugiados republicanos entregados al enemigo.

Navarro prodiga los detalles muy precisos, las bebidas o el tabaco que consumían, los nombres de los cafés o restaurantes donde se citaban, los coches y las armas que usaban, las calles que recorrían en sus encuentros y desencuentros, pero el narrador no desvela completamente los hechos –la resolución se insinúa o queda a cargo del lector– y es ese contraste entre el verismo de la reconstrucción y la indefinición de la trama, que caracteriza también a Modiano, lo que junto a su estilo desnudo, heredero del laconismo y la contundencia de Hammett, convierte a Petit Paris no en una buena novela de género, sino en una excelente novela a secas.

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