Albénizla pasión andaluza

Música Centenario de la muerte del compositor

Desde 'Iberia' a las cerca de 20 piezas dedicadas a Granada, la obra de uno de los más universales compositores españoles está repleta de evocaciones de una tierra que amó intensamente

Imagen del compositor español Isaac Albéniz, del que se conmemora el centenario de su muerte.
Juan José Ruiz Molinero / Granada

17 de mayo 2009 - 05:00

El 18 de mayo de 1909 murió en la localidad francesa de Cambó-les-Bains, donde se exilió voluntariamente, Isaac Manuel Francisco Albéniz, el compositor que integra la trilogía de los músicos más universales de nuestro panorama creativo, junto con Granados y Falla. Nacido en Camprodón, Gerona, el 25 de mayo de 1860, su vida fue expresión de su inquietud viajera, de su apasionamiento por todas las sugerencias, que están marcadas a lo largo y ancho de su obra, no siempre apreciada ni reconocida como merecía, porque siempre habrá algún pretencioso capaz de considerar, en el monumental conjunto -más de 200 partituras- impresiones apresuradas, incluso tópicas y menores, como si cualquier autor tuviese necesidad de gravitar su creación sólo en los grandes pilares, en este caso, la indiscutible Iberia, una de las más importantes creaciones pianísticas de todos los tiempos, en cuanto a técnica instrumental, colorido, pasión, dibujo armónico y sentimiento. No es de extrañar que de esta pieza magistral, pródiga en hallazgos, dibujos, colorido, genial paisaje sonoro que el autor subtituló como Douce Nouvelles Impresions en Quatre Cahiers -Evocación, El Puerto y Corpus en Sevilla, el primero; Rondeña, Almería y Triana, el segundo; Albaicín, El Polo y Lavapiés, el tercero, y Málaga, Jerez y Eritaña, el cuarto- se hayan hecho versiones orquestales. La más reciente, y admirable, la que Francisco Guerrero dejó inconclusa y que escuchamos en una reciente edición del Festival. Tal es la modernidad y riqueza de la obra que se presta a la recreación orquestal más innovadora.

Albéniz fue un niño prodigio que a los cuatro años da su primer concierto de piano en el teatro Romea, de Barcelona. A los 6 años, en París, no le admiten en el Conservatorio, pese a las buenas referencias y constatación de su precocidad, por una travesura suya: romper un espejo con una pelota. Vuelta a Barcelona, conciertos en el norte; perfeccionamiento en Madrid, con Mendizábal. Huye de su casa, en busca de aventuras, y da conciertos en numerosos lugares de España. Regresa a Barcelona, donde dura poco: Valencia y Andalucía serán sus próximos periplos. En Cádiz es reclamado por las autoridades portuarias, a petición familiar, donde se embarca de polizón. Da conciertos en América -Argentina, Brasil, Puerto Rico, Cuba y Estados Unidos-, tras los que regresa a España. De su país, a Londres y a Leipzig, donde perfecciona su técnica con Reinecke y Jadassohn. Una pensión que le concede Alfonso XII, a petición de su protector el conde de Murphy, le permite estudiar en Bruselas, con Gevaert, y Dupont, entre otros. En 1875 acude a Weimar y viaja a Budapest, donde recibe lecciones de Liszt, el genio por antonomasia del piano.

Tras un viaje a América, en 1880, regresa tres años después a Barcelona, donde contrae matrimonio, pero también donde mantiene fructíferos contactos con Felipe Pedrell, que marcarían su visión nacionalista de la música, no expresada en cánones ortodoxos, sino en concepciones personales o, más bien, en emociones intimas.

Tras conseguir otras pensiones de Murphy, su talento de concertista sigue en aumento. Con Fernández Arbós viaja por Inglaterra, Bélgica, Alemania y Austria. En 1890 se instala en Londres y en 1893, en París, a petición reiterada de su esposa. En la capital francesa entabla contactos con Debussy, Dukas, Fauré, D'Indy, entre otras grandes figuras de la música de su tiempo. Pronto cosecha la admiración y el respeto de ellos.

En estas fechas escribe la rapsodia para orquesta Catalania; en 1895 estrena su ópera Enrico Clifford y dos años después Pepita Giménez, sobre el texto de Valera, ambas en el Liceo de Barcelona. No faltarán en su repertorio lírico la trilogía El rey Arturo -recientemente Plácido Domingo reestrenó Merlín, primera de la serie que se completa con Lanzarote y Ginebra, que dejó sin terminar-, que demuestra la capacidad y altura musical de Albéniz, sobre los estereotipos, encasillamientos y clichés que han fomentado no pocos musicólogos y críticos. Tras un nuevo viaje a Londres se instala en Niza. Los últimos años de su vida lo dedica a su obra cumbre, Iberia, serie de 12 grandes piezas para piano, distribuidas por grupos de 3 en cuatro libros. Es la obra más compleja, brillante y comprometida de la literatura pianística universal. Los que hemos buceado por los espacios del piano, comprendemos, mejor que nadie, lo que representa de dificultad, no sólo por su intrincada técnica, sino para darle forma, vida y sentimiento a la partitura, un monumental fresco que sólo grandes pianistas se atreven a afrontar. En España son memorables las interpretaciones de Alicia de Larrocha.

La pasión granadina

La región española que más ha inspirado a Isaac Albéniz y a la que ha dedicado más obras, de distintas envergadura y calidad, ha sido Andalucía. Quizá porque en ella encontró la mayor riqueza de colores, sugerencias, emociones. No tiene nada que ver, desde luego, la Suite Española -Granada, Cataluña, Sevilla, Cádiz, Asturias, Aragón, Cuba- con la inconmensurable Iberia. Pero incluso en todos los cuadernos, incluyendo piezas como Sevilla, Granada, Rumores de la Caleta, El Puerto, Corpus en Sevilla, Triana, etcétera, podemos apreciar ese regusto por la búsqueda de la guitarra como hilo conductor. La técnica de 'repetición' o 'bisados', con apoyatura en 8ª, parece una constante, dentro de una forma de construcción, a veces anárquica, donde priva más el sentido último de la emoción y del contenido del discurso total.

Aunque parte de un sentido posromántico, del piano de Chopin o Liszt, introduce tal grado de originalidad, versatilidad y pasión por los aires del sur, que, incluso en obras menores, parecen convertirse en leit motiv de su inspiración. En ella Granada juega un papel fundamental. Enrique Franco y Manuel Orozco ilustran sobre las cerca de 20 obras dedicadas o inspiradas en Granada, motivo de sus numerosos viajes a la ciudad de la Alhambra, desde 1880 hasta final de siglo, donde frecuenta aquél parnaso artístico que fue la taberna del Polinario, en la que todo músico e intelectual de la época tenía que recalar.

Escribe Enrique Franco: "En su obra dedicó Albéniz a Granada la célebre Serenata de 1896, Torres Bermejas, que tocó en conciertos de la Sala Erard, tres años después. La Serenata española dada a conocer a los londinenses en St. James Hall, en 1891, además de otras zambras sin adjetivos pero que de Granada son y proceden. La Vega, que es un auténtico pórtico o 'compás' de la Suite Iberia, el Albaicín, pieza primera del Tercer Cuaderno de Iberia, fechadas por Albéniz el 4 de noviembre de 1906. En la Alhambra, cuarto número del cuaderno Recuerdos de Viaje. Quedó apenas iniciada la versión orquestal de El Generalife, ocho páginas que deberían acompañar a La Vega, en el proyecto sinfónico…". Tenemos así -continúa Enrique Franco- en Albéniz una guía musical y emocional de Granada, que nos lleva al Palacio Árabe, el Sacromonte, el Albaicín, los jardines del Generalife y los altos desde los que se divisa la Vega". Habrá que añadir en estas referencias Azulejos, inspirada en los de Fajalauza o en los de la Alhambra, obra inconclusa que completó Granados.

Desde los años 80 hasta final de siglo Albéniz pasó largas estancias en Granada, posiblemente se enamoró, en sus primeras andanzas, de alguna granadina, como dice Orozco, y, en sus últimos días recordaba a la ciudad de sus sueños. En referencia concreta a su serenata Granada, le dice a su amigo Moragas: "Vivo y escribo una Serenata, romántica hasta el paroxismo y triste hasta el desespero, entre el aroma de los cipreses y la nieve de la Sierra".

Por ese amor a Granada -que nos recuerda Ángel Barrios tras una visita poco antes de la muerte de Albéniz-, la ciudad preparó un pequeño, pero íntimo homenaje, en forma de lápida, que en 1923 colocaron Federico y Paco García Lorca, Falla, Fernando Vilchez, Hermenegildo Lanz, Andrés Segovia, Ángel Barrios, Manuel Ángeles Ortiz, Juan Cristóbal, Antonio López Sancho, Miguel Cerón, junto al arquitecto conservador Leopoldo Torres Balbás, en la casa, donde invitado por el entonces arquitecto Rafael Contreras, se alojara el compositor catalán, junto a la Puerta del Vino. La placa era de Manuel Ángeles, sobre una loza de fajalauza. Barrios y Segovia dieron un concierto íntimo. La casa la ocupa hoy el urinario que inauguró la consejera de Cultura Carmen Calvo.

Esta semblanza en el centenario de la muerte del músico -que habrá que ampliar, analizando más detenidamente su obra cumbre, Iberia, cuando en el Festival se interprete, evento que, por cierto, no se ha atrevido a bucear por su amplia producción sinfónica ni operística en esta efemérides- no podría terminarse sin un fragmento del soneto-epitafio que Federico García Lorca escribe, en 1935, ante la tumba del compositor:

Desde la sal de Cádiz a Granada,

que erige en agua su perpetuo muro

un caballo andaluz de acento duro,

tu sombra gime por la luz dorada.

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