Alicia y la corona del virus

Ciencia abierta

¿Le enseñaron en la escuela cómo medir algo de menos de un milímetro?

Ilustración con Alicia en el centro
Ilustración con Alicia en el centro / Victorianweb.org
Susana Rams

02 de junio 2020 - 05:30

Granada/Juzgar a un enemigo por su pequeño tamaño no me parece una buena idea, Majestad–se atrevió a decir Alicia. –¡Bobadas, niña! ¡Eso son sandeces de tu mente infantil! Las cosas pequeñas son más fáciles de matar que las grandes. ¡Lo sabe todo el mundo!–exclamó la Reina Roja cargada de su habitual aire de displicencia. Y añadió con una voz estruendosa: –¡Quiero la corona de ese viruuus! ¡La quierooo ya! ¡Que alguien lo mate y me la traiga!–. Alicia trató de explicar a aquella mujer, tan cerrada de mollera, que jamás podría dar caza a ningún microbio con un ejército de cartas de corazones... que todos sus súbditos estaban en peligro... que hacía falta buscar otras armas. Pero la Reina Roja ya había tomado una decisión antes de que Alicia terminara su argumento y gritó a sus huestes: –¡Id al encuentro de ese ridículo y minúsculo virus! ¡No necesitamos preparar ninguna batalla!

Aquel diálogo no solo resultaba infructuoso, sino también peligroso. Era el momento perfecto para escaparse, para intentar esfumarse entre el tremendo revuelo que se había organizado. El Sombrerero le hizo un gesto disimulado y ella le siguió. Creía que le llevaría a algún lugar seguro, lejos de allí. Pero pocas veces sucedía en esas tierras lo que ella esperaba. Solo unos cientos de pasos más allá, el camino que estaban siguiendo, súbitamente, desapareció. Y el Sombrerero con él. Se abría ante ella un vasto claro, cubierto de extrañas amapolas blancas, que parecían anunciar una primavera algo soñolienta. –¡Si estaba aquí mismo hace tan solo un segundo! ¿Dónde habrá ido?–se preguntó Alicia en voz alta. Todo resultaba demasiado desconcertante, demasiado confuso para saber qué hacer. Recordó que no estaría de más coger algunas provisiones y se echó al bolsillo unos hongos que encontró en el suelo. De repente, escuchó al Sombrerero decirle: –¡Por aquí! ¡Cruza el espejo, Alicia!–. Ella titubeó y él insistió: –¡Vamos, chiquilla! ¡No te entretengas! ¡Rápido! ¡Es la hora del té!

Alicia ofrece explicaciones
Alicia ofrece explicaciones / Victorianweb.org

Detrás del espejo podía observar a ratos el reflejo del mundo. Las cartas de corazones caían ahí afuera por miles, derrocadas por el virus, y nadie de su baraja podía recogerlas. Suponía que no podían verles desde el otro lado, aunque sabía que un conejo blanco, que portaba un gran reloj de mano, les había seguido en su huída. Se había escondido cerca, sin duda. De algún modo, sentía su presencia. Aquel té estaba durando más de lo usual. Sesenta días más, concretamente. Y no había forma de salir.

En uno de sus infinitos paseos arriba y abajo en la mesa del té, Alicia encontró un objeto que llamó poderosamente su atención. –¿Qué es esto, Sombrerero?– le preguntó curiosa. Él se acercó con sigilo y lo escudriñó desde todos los posibles ángulos, mientras rascaba su sombrero una y otra vez: –Desde luego no parece una taza de té, ni una cucharilla de té, ni un azucarero para el té, ni... Era imposible tratar de mantener una conversación sensata con aquel tipo. –¡Ay, ya basta! ¿Es que no sabes hablar ni pensar en otra cosa que no sea el té? –replicó Alicia, que ya comenzaba a perder los nervios. –¡Sí, ya me acuerdo! Ya sé lo que es esa cosa. Un viejo microscopio óptico. Un microscopio óptico viejo. Inservible en esta batalla. ¿Otro té? –dijo sin dar más importancia al objeto. –¿Y por qué no nos sirve?–le insistió. –¿Es que ya no os enseñan esas cosas en la escuela? ¿No sabes que los virus no se pueden ver con un microscopio óptico? ¡Son mucho más pequeños que las bacterias! ¡No se puede, no se puede!–y lo lanzó volando contra el espejo, que quedó hecho añicos.

Por culpa del Sombrerero, ahora ya no estaban protegidos tras el espejo. El enemigo había entrado en su refugio. –¡Qué desastre! –dijo Alicia para sí. –Tendré que volverme a hacer pequeña, para poder luchar contra ese virus de la corona.

Le disgustaba tener que volver a cambiar de tamaño, porque nunca sabía exactamente qué estatura conseguiría. Recordó los hongos que tenía guardados en el bolsillo y justo cuando iba a dar un gran bocado a uno de ellos, escuchó una vocecilla desde lo alto que le avisó: –Cada bocado te hará exactamente diez veces más pequeña. Calcula bien lo que quieres hacer... si al virus quieres sorprender.

Ese gato fastidioso estaba de nuevo apareciendo y desapareciendo a su antojo. Aunque, al menos, ahora sí le daba una indicación clara y no la confundía como otras veces había hecho. –A ver, si yo mido 1,30 metros... el primer bocado me dejará en 13 centímetros... el segundo en 1,3 milímetros... ¿Y después, cómo sigo calculando?–se preguntó Alicia. –¡Qué casualidad! Las cabezas de mis alfileres miden 1,3 milímetros de diámetro. Podría subirte en una de ellas–interrumpió el Sombrerero. Debía reconocer que él tenía razón. En la escuela nunca le habían explicado realmente cómo se medían las cosas por debajo de un milímetro.

Si divides un milímetro en mil partes, cada una de esas partes se llama micrómetro o también micra–le dijo en un ataque de cordura. –Los cazadores de microbios me enseñaron que las bacterias pueden medir entre 0,5 y 5 micrómetros–espetó con aire de sapiencia. –Este virus es todavía más pequeño, Alicia.

¿Entonces, después de medir 1,3 milímetros tengo que dar otros tres bocados al hongo para medir 1,3 micras?–se preguntó Alicia. –Veo que lo vas entendiendo–sonrió con sorna el gato –y si das tres bocados más medirás 1,3 nanómetros. Era la primera vez que escuchaba esa palabra: –¿¡Nanómetros!? Pero, ¿cuánto más hay que encoger? Gato, ¿tú sabes cuánto mide ese virus de la corona, verdad? ¡Dímelo, por favor!–le imploró. Él accedió: –¡Doscientos nanómetros! ¡El virus de la corona mide 0,2 micras! ¿Y tú, Alicia? ¿Tú sabes cuál es tu medida? –y sin dar tiempo a una respuesta, se desvaneció.

Continuará.

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