Francisco Ayala y el sueño del caballero granadino
103 años de lucidez y creación
Era para él una rareza que en España alguien tuviera la deferencia de recibir con todos los honores a un escritor desconocido para la mayoría, incluso en su tierra
Sositiene el narrador que a Ayala le llegó la noticia de la muerte de Emilio Orozco a media mañana. Fue la llamada seca y fría de un reportero que le pedía con urgencia una valoración del personaje. Esas exigencias de la prensa para un rápido obituario le repateaban el estómago, por lo que una vez más, como solía, despidió la llamada destempladamente. En el momento de recibir la noticia estaba releyendo sus ensayos sobre El Quijote con la idea de una posible reedición del conjunto en volumen monográfico.
Cuenta el narrador que Ayala soltó el libro que tenía entre las manos, cerró los ojos y dejó que sus recuerdos volasen hacia Granada, hacia aquel día de enero de 1977 en que su buen amigo el catedrático de literatura lo esperaba en el aeropuerto granadino. Era para él una rareza que en España alguien tuviera la deferencia de recibir con todos los honores a un escritor desconocido para la mayoría, incluso en su tierra.
Relata el narrador que Ayala conocía a Orozco de las tertulias de la revista Ínsula en Madrid, donde habían coincidido en varias ocasiones, y el contacto se había intensificado a raíz de la maravillosa reseña que el profesor granadino había publicado sobre El jardín de las delicias. A Ayala le había sorprendido su agudeza crítica ante una obra tan intencionadamente rara, insólita, inesperada y desafiante como ese libro suyo, que, entre otras muchas cosas, dinamitaba el concepto tradicional de vanguardia: el viejo espejo narrativo (“a lo largo del camino”) se rompía en mil pedazos mediante un procedimiento que enlazaba con uno de los estilos de la época clásica; y todo eso lo había visto muy bien su buen amigo, incluso mejor que él.
Asegura el narrador que al hilo de esos recuerdos Francisco Ayala, ya en estado de duermevela, contempló con imágenes filtradas por la neblina los que fueron sus paseos con Orozco por los monumentos granadinos de la fama y también por algunos lugares especiales: en el Museo de Bellas Artes Ayala semisueña con Pedro de Raxis y Juan de Aragón y en el Monasterio de Cartuja Ayala vislumbra un sin fin confuso de pinturas de Sánchez Cotán; y sueña a saltos con la imagen del profesor amigo que le habla de poesía y pintura a propósito de Carrillo Sotomayor y de la Granada más tamizada por la literatura con el poema de Agustín Collado entre las manos, y además en el sueño los dos tratan de rivalizar en su amor por El Quijote.
Jura el narrador que, de pronto, Ayala se ve a sí mismo en el patio de columnas de una casa granadina de aspecto palaciego donde todos los artistas que acaba de conocer están sentados alrededor de un personaje que tiene el noble perfil de su amigo el catedrático granadino; y Ayala contempla cómo lo invita a acercarse en un gesto onírico cien veces repetido, y es en ese momento cuando en un sobresalto despierta con angustia y, casi empujado, escribe: "Lo imaginamos, días después, reunido con sus amigos, entre quienes con toda seguridad figuran varios de los poetas y artistas cuyo nombre ilustre ha llegado hasta nosotros, el famoso don Luis Carrillo de Sotomayor, quizá los pintores Pedro de Raxis y el viejo Juan de Aragón, tal vez entre ellos el retraído castellano fray Juan Sánchez Cotán, quizá también don Agustín Collado del Hierro, médico y poeta".
Afirma el narrador que Ayala se quedó sobrecogido ante su propia escritura. Por el momento apartó a un lado el texto y meses después, con calma, construyó alrededor de ese párrafo un relato de aire azoriniano en el que su amigo recién fallecido quedaría eclipsado tras el nombre de Alvaro Tarfe, otro caballero granadino. "Alguien vendrá que descubra mi homenaje oculto", el narrador sostiene que se dijo a sí mismo.
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