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Deseos de ser el más rápido en desenfundar

Bajo la apariencia de un folletín como los de antes, la agencia de detectives Balck Diamond aborda temas tan candentes como los atentados contra civiles y la especulación económica

Algunas viñetas del cómic.

24 de julio 2011 - 05:00

En la agencia de detectives Black Diamond (Astiberri), Eddie Campbell regresa al universo narrativo en donde cosechara su éxito más notorio, From hell, y retoma el instrumental expresivo desplegado en obras posteriores como El destino del artista. Tales retornos conllevan abandonos. Campbell vuelve a finales del siglo XIX, pero deja la Vieja Europa por el nuevo continente, Inglaterra por los Estados Unidos, Londres por Chicago, e ilustra una historia que hasta hace relativamente poco no habría sido verosímil en otra parte. El artista abandona también las formas tradicionales por otras modernas, el relato clásico por el relato del futuro. Black Diamond sería una obra sorprendida a mitad de camino entre dos horizontes creativos situados en el ayer, uno, y en el mañana, otro. A pesar de estar ambientada en los últimos meses de 1899, la historia debe alumbrarse con las antorchas del presente, máxime tocando cuestiones como atentados contra civiles o la especulación económica. En Black Diamond se respira esa sensación de que, en vez de un siglo, se está clausurando una época.

El protagonista, John Hardin -luego sabremos que es una identidad falsa-, pasa por momentos difíciles en su matrimonio. Con la muerte de su única hija, ha desaparecido el lazo que lo mantenía unido a su esposa. Un suceso, en apariencia fortuito, precipita las cosas, las desbarata, las confunde. Cierta mañana de septiembre, en la estación de Lebanon se levantan barricadas de protesta en contra de la subida de los precios del transporte; el ferrocarril quiere aumentar la tajada que se lleva de las mercancías que le confían los campesinos. Nada nuevo bajo el sol. La barricada pretende impedir el paso del tren de Misuri, pero éste estalla justo antes de entrar en la estación. Las escenas de devastación recuerdan a las que vimos, y Eddie Campbell vio, en los atentados de marzo de 2004, a las puertas de la estación de Atocha. Humo, espanto y dolor. Hardin ayudará a sacar cuerpos de entre los hierros retorcidos. Él mismo ha resultado herido, nada en comparación al tajo que recibe al volver a casa: su mujer se ha ido, lo ha dejado.

Si algo puede ir a peor, seguramente irá a peor. Al poco se presentan dos agentes de Black Diamond acusándolo de estar implicado en los sucesos de Lebanon. Hardin se las apaña para escapar de sus captores, pero no huye. Debe aclarar, como sea, quién ha diseñado esa prueba incriminatoria: los explosivos utilizados en el atentado, provenientes de Chicago, estaban a su nombre. Como primera cosa, viaja a esta ciudad tras unos antiguos compinches. Y es que Hardin no se llama Hardin, dijimos, ni es ese pacífico miembro de una comunidad agraria que creíamos, sino un pistolero que quiso poner tierra de por medio entre él y su pasado. Después de varias infructuosas pesquisas, acepta la realidad: le faltan recursos para conseguir sus propósitos, y entonces se presenta a la agencia que anda tras su rastro buscando trabajo como detective. Ofrece una valiosa información sobre sí mismo, John Hardin, el hombre cuyo pellejo vale 10.000 dólares…

No quiero destriparles el final, dios me libre. Permítanme sólo añadir este dato: el asalto al tren tenía como objetivo el robo de una preciosa resma de papel: el que utiliza el gobierno para imprimir billetes. El plan sería poner en circulación tal cantidad de dinero falso como para hundir la economía del país.

Eddie Campbell elabora un folletín de agradable ranciedad desde postulados actuales. La narración se sale de lo convencional: las viñetas se distribuyen pensando en la narración tanto como en la página; o sea, como fragmentos de un todo, pero fragmentos autosuficientes que invitan al lector a detenerse en la lectura. La separación entre cuadros es mínima y las páginas están dibujadas a sangre. Algunas viñetas se usan como incisos, tal como se hacía en los orígenes del cómic, pero hay otras vacías, a la manera de fundidos en blanco, muy cinematográficas. El artista usa el color de manera expresionista, como síntoma, como estado de ánimo.

Hay asimismo un detalle, quizás una simple ocurrencia según algunos, extremadamente sospechosa para el que suscribe: Eddie Campbell ha dado sus rasgos físicos al protagonista. Un gesto narcisista que delata afanes más hondos. Me he acordado de Deseos de ser piel roja, aquella hermosa miniatura de Franz Kafka. ¿Y si en este libro, Campbell hablara de su deseo de ser el pistolero más rápido en desenfundar, el más certero en disparar, como lo es John Hardin? La ficción, el único espacio decente para este tipo de catarsis, le permitiría vivir esa aventura que la prosaica realidad escamotea al común de los mortales.

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