Distopías del post-coronavirus
Utopía fue el nombre que Tomás Moro (1478-1538) dio a la isla donde ubicaba su república ideal y en tal lugar (etimológicamente del griego ou-topos; ningún lugar) imaginaba una sociedad regida por un sistema político perfecto. Era el año del señor de 1516, como se dictaban por entonces las fechas en los calendarios. Quizás por ser inglés, londinense por más señas, imaginara Santo Tomas Moro (ascendido a los altares en 1935) que tal sociedad perfecta solo podría ubicarse en una isla (porción de tierra rodeada de agua por todas partes).
Ya saben ustedes, y multitud de series de la BBC y películas de Hollywood nos lo han contado, que Moro no llegó a contemplar Utopía pues su amigo, es un decir, y rey de Inglaterra, Enrique VIII lo mandó decapitar por no atenerse a razones varias. Básicamente por no aceptar los apetitos concupiscentes del monarca. Todo ello, por supuesto, bajo el amparo legal de las leyes al uso. Cuentan los especialistas que imaginarse sociedades perfectas era fácil en aquellos años cuando todo un continente acababa de ser descubierto y las posibilidades de mejora se podrían intuir plausibles.
Hay multitud de precedentes en soñar tales sociedades perfectas. Desde el jardín del Edén, como paraíso terrenal perdido; los mitos de Hesiodo y las edades doradas de la humanidad; el jardín de Gilgamesh y todo un largo etcétera en el que podríamos terminar por referenciar a La República de Platón. Empero, ya saben, que esos sueños terminan borrados por el dictador de turno o por una corriente de aire que arrastra los dibujos de fantasía esbozados sobre la arena.
Parece que lo más habitual en la actualidad, digamos que desde que la revolución industrial ha permitido al ser humano explotar sin freno los recursos naturales, es que las utopías se trastoquen en distopías, es decir en sociedades donde la humanidad está esclavizada por algún poder igualmente tiránico o tiene que sobrevivir en un mundo apocalíptico arrasado por el efecto de una acción humana directa o indirecta. Acá también Hollywood nos ha dado multitud de ejemplos.
Me reconozco seguidor de todas esas películas, serie B, de los años 1950 y 60, en que marcianos o venusianos, con rasgos más bien soviéticos, (o sea muy rojos) amenazaban el american way of life. Luego, o al unísono, llegaron los zombis (muy del agrado de los ingleses) y todas las variantes de personajes mutantes que atacados por alguna extraña enfermedad, de origen desconocido o quizás vírico, acaban arrinconando a la humanidad bajo tierra, o en ciudades amuralladas o en el espacio exterior, dependiendo de los efectos especiales y presupuestos de la película. Desde las amenazas de las vainas invasoras de aquellas películas de los 50 a los caminantes blancos de la serie Juego de tronoshemos podido contemplar todo tipo de amenazas.
Cierto es que las películas y series son ahora las estrellas del entretenimiento pero antes que el vídeo matara a la estrella de la radio, digo, a las pausadas lecturas en papel, fueron muchos los autores que imaginaron estas utopías y distopías; es más, la de mayor éxito han tenido siempre su origen en una buena novela o al menos en un buen guión inspirado a su vez en un relato escrito. En estos tiempos de confinamiento la Universidad de Granada lanzó una iniciativa de entretenimiento para leer o releer y reflexionar sobre obras famosas de la literatura y el cine en que aparecen dichas distopías. En la web de la UGR aparecen reseñas y comentarios de películas muy conocidas como Fahrenheit 451, 12 monos, o Blade Runner. También se comentan libros como Maquinas como yo de Ian McEwan, o 1984 de George Orwell. O video-juegos como The last of us, o series como Orange is the new black.
Distopías de la nueva normalidad
En esta iniciativa, como en otras muchas aparecidas en estos momentos, nos encontramos con múltiples ejemplos de cómo se han imaginado situaciones límite vividas por la humanidad. En breve comenzarán a publicarse ensayos de cómo será eso que, en el lenguaje del gobierno, se ha dado en llamar “la nueva normalidad”. Resulta extraño conjugar tales términos; la condición de lo normal (normalidad) hace referencia a lo cotidiano, lo habitual u ordinario, que en ningún caso nos va a parecer normal, sino, al menos al principio, fabulosamente extraño o poco habitual.
Igualmente extrañas o raras les sonaban ciertas palabras y descripciones a los jóvenes personajes que protagonizan un relato corto de Jack London, titulado La peste escarlata, escrito en 1912. No es de las historias más conocidas del escritor americano, aunque algunas de sus connotaciones son particularmente inquietantes. Imaginaba una epidemia que produce una bacteria, un germen en sus palabras, que arrasa a la humanidad en el año 2013. La civilización ha retrocedido a un estado primitivo de grupos de cazadores que se buscan la vida en un estado salvaje. El protagonista, un viejo profesor, intenta explicar a los niños y jóvenes que han nacido desde entonces y que han sobrevivido, cómo era el mundo que él conoció. Carentes de educación y sin cultura científica, los niños no entienden sus explicaciones y muchas de sus palabras son calificadas como palabras raras. Así, microscopio, germen o química les resultan incomprensibles. Y contar hasta mil les resulta imposible.
Esos eran los jóvenes americanos de finales del siglo XXI, según los imaginaba Jack London a principios del XX. En función de la cultura científica que esgrime el actual presidente de los Estados Unidos, y sus consejos sobre cómo combatir la pandemia actual, quizás no se pueda calificar de disparate ese relato y la nueva normalidad sea próxima a la distopía imaginada por el novelista californiano.
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