Las flores del mal
Novedades editoriales
La editorial Menoscuarto acaba de publicar 'Drácula, luz de mi vida', la novela de Alfredo Baranda reconocida con el Premio Tristana de Novela Fantástica
Granada/En su condición de no muerto, Drácula habría visto postergado el destino biológico del común de los mortales; la fortuna le concedió además pervivir en ese limbo de la ficción de donde cada cierto tiempo se le resucita y cada cierto tiempo se le ajusticia en una suerte de maldición dictada por los dioses imprevisibles de la inspiración y el mercado.
Alfredo Baranda (Palencia, 1958) ha celebrado la correspondiente misa negra y ha devuelto la vida al vampiro en una deliciosa novela, Drácula, luz de mi vida (Menoscuarto, 2019), la obra .según la nota de contraportada. que jamás habría escrito Bram Stoker. Esta nota tiene un porqué. La impresión del lector -el lector crítico, no ese otro apologético para quien todo está bien, muy bien, requetebién-, la impresión del lector, digo, es que el personaje central de Drácula está por encima del artefacto literario pergeñado por Stoker. (Una idea que compartí en el pasado, pero que he reconsiderado con el tiempo).
En Drácula, luz de mi vida, el propio vampiro tilda a Stoker de "escritorcillo de andar por casa" y "prosista insustancial" y hace un demoledor juicio de la novela de 1897: "Es una obra banal, aburrida, ramplona, llena de inconsistencias y muy mal articulada. Lo único terrorífico que hay en ella es el estilo".
El punto de partida de Drácula, luz de mi vida hace pensar en el clímax de Niebla; si en esta última, Augusto Pérez iba en busca de Miguel de Unamuno para echarle en cara cuatro verdades, en la novela de Alfredo Baranda el vampiro se cuela en la alcoba de Bram Stoker para hacerle una propuesta que no podrá rechazar; que no rechazará, a fin de cuentas. El vampiro le cuenta una versión distorsionada de su propia historia para que escriba un libro; a él le habría gustado encargárselo a algunos viejos conocidos suyos como Charles Baudelaire u Oscar Wilde -nombres a tener muy en cuenta-, pero temía que éstos se perdieran en sutilezas psicológicas o filigranas lingüísticas.
Drácula se contenta con mucho menos: "Qué mejor que un escritor mediocre para dar forma literaria a una idea mediocre", dice. Stoker actuará de "madre subrogada", "vientre de alquiler". Esta pirueta metanarrativa le permite al escritor palentino entrar en el novelón victoriano por la puerta grande y llevarse consigo lo único de valor, según él: el conde Drácula.
En realidad, Drácula es sólo una máscara -la máscara pública- del protagonista. El vampiro se llama en realidad Isaac Zuckerman -un posible guiño literario a Philip Roth, la novela está llena de ellos-, y nació en Graz (Estiria) en 1725. (El nombre de Drácula habría sido la única aportación original del pobre Stoker). La conversión en vampiro no está enteramente clara ni falta que hace. Alfredo Baranda respeta algunos elementos del folklore -el vampiro no se refleja en los espejos-, en tanto desprecia otros muy sugerentes de inspiración religiosa: la luz del sol ni lo destruye ni lo debilita; si actúa por la noche es por motivos estratégicos.
El vampiro tampoco convierte en un igual a sus víctimas; de hecho, la falta de descendencia es la única cosa que le quita el sueño, digámoslo así. Drácula es una bestia sanguinaria dotada de una inteligencia superlativa, el siguiente jalón en la escala evolutiva, la versión gótica del superhombre de Friedrich Nietzsche -con quien también se codeó, por cierto- que no rinde cuentas a nadie salvo a sí mismo. No nos sorprenderá, pues, que bajo la identidad de Hanns Krapptauer, oficial de la SS, Drácula coquetee con la plana mayor del Tercer Reich, se lleve al huerto a Eva Braum y mire cara a cara al mismísimo Adolf Hitler. A quien encuentra fascinante, por cierto.
El aroma de las flores del mal impregna las páginas de Drácula, luz de mi vida, una muestra de un neo-decadentismo muy sugerente. Para Baranda, el vampiro ha de ser bello y terrible o no será. Yo veo un acto de justicia poética en esto. Tras los desmanes perpetrados por Stephenie Meyer y otros papanatas, que han convertido a los señores de la noche en una recua de pánfilos, urge restituirle su grandeza perversa. De la novela diré, por último, que me ha sabido a poco. No me habría importado que tuviera 100 páginas más, tan condenadamente bien escrita está toda ella.
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