Emocionante noche de adioses

Barenboim se dirigió al público en su despedida.
Barenboim se dirigió al público en su despedida.
Juan José Ruiz Molinero

12 de julio 2011 - 05:00

Programa: 'Concierto para piano y orquesta en Si bemol mayor, op. 27, KV 595, de Wolfgang Amadeus Mozart; Sinfonía núm. 3 en Re mayor (segunda versión de 1877), de Anton Bruckner. Pianista y director: Daniel Barenboim. Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: 10 de julio de 2011. Aforo: lleno.

En la noche de la despedida de Daniel Barenboim y la Staatskapelle Berlin sentíamos todos que los 'broches de oro' a que nos tenía acostumbrado el artista argentino-israelí y la orquesta berlinesa íbamos a perderlos, sino para siempre, al menos por una temporada. Las ovaciones del público fueron tan intensas y constantes que, al final, Barenboim arrastró a dos jóvenes violinistas y, tras ellas, desfiló la orquesta acompañando al maestro que nos ha hecho vibrar intensamente no sólo en los últimos ocho años que ha estado en todas las ediciones del Festival, sino con otra orquesta -la de París- o como excepcional pianista en recitales inolvidables que para el crítico, que ha tenido la suerte de estar presente en todos ellos, empiezan en un invierno de 1962, en un concierto en el Centro Artístico. ¡Difícil le será al Festival encontrar cierres brillantes, seguros y de primerísima categoría para el certamen que acaba de inaugurar la década de los 60!

Noche de los adioses, como la sonata beethoveniana, mercada por la calidad a que nos tiene acostumbrados Barenboim y la Staatskapelle. Calidad iniciada con el Concierto para piano y orquesta en Si bemol mayor, op. 27, de Mozart, donde pianista y director se fundieron, como es habitual en Barenboim, en un expresivo diálogo. La técnica pianística de Barenboim es tan limpia, tan cristalina, tan poderosa y tan bella que nos tradujo esta obra secreta, casi todo un testamento musical del genio de Salzburgo, encerrado en sí mismo y alejado de las banalidades e incomprensiones. Fechado en 1791, Mozart impone casi una renuncia total al virtuosismo -que no está ausente en pequeñas dosis en el final-, para que triunfe la emoción interna, la meditación, algunas veces como si sugiriera -como ocurre con el Allegro inicial- una inclinación al llanto y al abatimiento. Modulaciones tonales expresivas y dolorosas no impiden, sin embargo, destellos del perenne optimismo infantil mozartiano. Tras el Larghetto, definido por Einstein como "la segunda ingenuidad mozartiana", con el Rondó, cuyo tema central utiliza el elemento melódico de Cossi fan tutte, para desembocar en el Allegro con el que el autor cierra, con "optimismo resignado", este delicado testamente.

Para conseguir esa dulzura, esa intimidad, ese equilibrio entre la tristeza, la melancolía y el mencionado optimismo infantil mozartiano hace falta un pianista con el dominio de la sonoridad, capaz de dar vida a cada nota, como tantas veces nos ha demostrado, a cada tema, a cada sucesión de sutilísimos trinos o acordes donde se conjuga la levedad elegante, con la gravedad sostenida. Fue la suya, como todas la que el crítico le recuerda -en Beethoven o Liszt, por ejemplo- un verdadero regalo de exquisitez, nitidez y belleza. Ante los aplausos del público, absorto todavía por tanta delicadeza e interiorismo, mantuvo esa atmósfera con un bis -la palabra propina dijo no parecerle correcta- en forma de magistral interpretación del Impromptu en la bemol, de Schubert.

Y, finalmente, otro adiós, el del ciclo de las sinfonías de Anton Bruckner que Barenboim y la Staatskapelle han cincelado en la memoria histórica del Festival y cuantos lo hemos seguido. La última interpretada fue la Tercera, en Re menor, en la segunda versión de 1877. Obra que está en la tierra de nadie, entre el Beethoven admirado y el Wagner reverenciado, posee ya todos los elementos fundamentales presentes en la obra del austriaco, pero todavía muy lejana a la maravillosa concreción estilística de las tres últimas que tan magistralmente ha interpretado Barenboim y la Staatskapelle.

Bruckner , en sus eternas dudas, le quitó, en esta segunda versión, mucha escritura -había sido, y lo sigue siendo farragosa, por sus muchas veces innecesarias repeticiones y rodeos sobre los temas-, pero ha dejado ese regusto por un respeto a las estructura clásica que le sirve de cimiento para esa especie de catedrales sonoras que quiso construir, seguramente, impulsado por su 'fe de carbonero'. Para director y orquesta es una prueba, porque, como he dicho en este ciclo, hay que desenmarañar tanta escritura y extraer las conclusiones ocultas entre ellas. Puede resultar wagneriana por esa utilización poderosa de los metales, lanzando al viento su prepotencia, pero también beethoveniana en la forma de emplear la cuerda, como soporte meditativo y, también, como elemento de gratificante desenfado, como ocurre con el empleo de pizzicatos y hasta estructura galante. Aunque menos concreta que las mencionadas, y de menos ambición, exige en director y orquesta una entrega absoluta, una máxima atención para magnificar temas y elocuencias. Y el maridaje y la comprensión profunda existente entre director y la poderosa orquesta logran que, al final, el efecto sea espectacular, superando al propio interés de la partitura, cuyas dudas y vacilaciones están presentes en muchos momentos.

Final brillante de un ciclo de excepcional interés. Y ese adiós emocionado que vibró en el Palacio de Carlos V en homenaje y agradecimiento a quienes nos han deparado noches inolvidables en el Festival. Adiós y esperamos que hasta muy pronto, porque Barenboim y la Staatskapelle son ya como parte de la familia musical de una Granada sedienta de la excepción.

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