"Mi objetivo era que el lector sintiera el frío, se mojara con la lluvia y oliera el estiércol"
Rafael Navarro de Castro | Escritor
El autor murciano acaba de publicar 'La tierra desnuda' (Alfaguara, 2019), su primera novela avalada por Manuel Vilas donde rinde homenaje a los campesinos de Monachil
Granada/Cansado de la vida en la gran ciudad, Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968) decidió mudarse en 2001 al pueblo granadino de Monachil, en las estribaciones de Sierra Nevada. Desde entonces, Navarro se ha dedicado a las tareas del campo, al activismo ciudadano y al movimiento ecologista. Allí, entre olivos y cerezos, ha encontrado la inspiración para escribir La tierra desnuda (Alfaguara, 2019).
Su primera novela, avalada por Manuel Vilas, rinde homenaje a los campesinos de Monachil y su forma de vida. "No se trata de recuperar esa manera de vivir, porque es inviable, pero sí de recordar algunas de sus lecciones", defiende el escritor. El libro, que un principio iba a ser documental, descubre al público "la historia de la España rural del pasado siglo, de una España tan auténtica como olvidada", destaca Vilas.
Los protagonistas, la mayoría campesinos analfabetos, dan una lección de humanidad al lector -impropia de un siglo XXI individualista y narcisista- y ponen a su disposición inteligentes trucos de supervivencia en un entorno tan hostil como el valle de Monachil hace un siglo. Navarro ha querido también destacar valores tan necesarios hoy día como "la cooperación y el cuidado de la naturaleza".
"El origen de la novela es fortuito. Quería hacer un documental, pero no tenía los medios. Me rompí el hombro en un accidente y estuve cuatro meses parado. Empecé a escribir y salió esto", cuenta el autor horas antes de presentar su novela en el Centro Lorca, con motivo de unas jornadas enmarcadas en el programa Granada Ciudad de Literatura Unesco. Antes de colgar, Navarro cita varios libros sobre la España interior "imprescindibles": Intemperie de Jesús Carrasco, Cuaderno de campo de María Sánchez y La España vacía de Sergio del Molino.
-Los protagonistas de La tierra desnuda son campesinos, la mayoría analfabetos, pero con el ingenio y los conocimientos suficientes para criar la tierra y ser autosuficientes. ¿Qué podemos aprender de ellos?
-Muchísimas cosas, como la cooperación y la solidaridad entre ellos. El objetivo de la novela precisamente es señalar qué cosas se pierden cuando estos campesinos van desapareciendo. Ellos se ayudan de mil maneras, se juntan para la aceituna, la siega, la vendimia.
-Recuerdo una escena donde Antonia, recién parida, se quita las alpargatas para pisar uvas junto a los demás con su hija en brazos.
-Esta idea de que colaboran entre ellos, se ayudan, en la ciudad es inimaginable. En la ciudad, la mayoría va a su aire. A nadie le preocupa mucho su vecino y es raro echarse una mano. Ése me parece un valor importante. Otro valor a destacar es la manera que tienen de relacionarse con la tierra y con el valle. Saben cuidar su trozo de tierra, si se muere un árbol plantan otro. Son ecologistas sin saberlo.
-Su libro alerta, en cierto modo, sobre las consecuencias del cambio climático: "La alegría que provoca una primavera adelantada es propia de urbanitas y demás seres incautos, que desconocen la primera regla que rige la vida y la naturaleza". ¿Lo hizo de forma deliberada, intencionada?
-Eso aquí ocurre. Un año como éste, con la primavera que tuvimos en Navidades, supone un desastre. Florecieron los almendros muy temprano. Yo ya sé que el año que viene almendras no tendré. Con esta novela quería retratar lo que veía a mi alrededor. Todos los problemas y anécdotas que cuento los vivo a diario. Yo trabajo en el campo, tengo olivos y hago aceite. Sé cuáles son las problemáticas, y una de ellas claramente es el cambio climático. El cambio climático en la ciudad es una cosa que sale en los periódicos, pero en el campo lo vivimos todos los días. Yo llevo casi 18 años en Monachil y noto el cambio climático.
-Ahora se habla mucho del Green New Deal, pero ¿por qué los políticos españoles, no todos, pero si una gran parte de ellos, ignoran tanto esta problemática?
-Porque manda el dinero. El problema es que hay que alimentar el crecimiento económico y hay que generar empleo. ¿Eso cómo se hace? Gastando más. ¿Y cómo se gasta más? Gastando más energía, consumiendo más. Todo eso, se haga como se haga, es dañino para el clima, la tierra y el aire. Sí, se toman medidas, pero muy pequeñitas. Vamos a reciclar las bolsas de los supermercados, nos dicen. Me da la risa. Pero si entras en un súper y está todo envuelto en plástico de arriba a abajo. Los políticos se podrían proponer restringir el tráfico de coches.
-Algunos domingos en Granada se celebra el día sin coche en el entorno de la calle Recogidas y en Madrid lo están intentando, pero parte de la población se opone.
-Ni la gente ni los políticos lo entienden. No han restringido el tráfico, sino que han limitado la velocidad. Lo que habría que decir claramente es que no se pueden tener tantos coches. Lo de los vuelos low cost también es un problema. Eso es insostenible. La diferencia con el mundo campesino es que es sostenible. Ellos llevan en el valle 10.000 años y lo han conservado. Nosotros hemos llegado aquí y en 50 años lo hemos contaminado.
-También critica la burbuja inmobiliaria: "Llegó a haber muchas más casas que familias y, pese a la insensatez, seguían construyendo sin tregua. Algún día iban a comprender que los ladrillos no se comen y que ni las ortigas pueden crecer en un suelo pavimentado". ¿La política del pelotazo urbanístico terminará por desaparecer algún día?
-No lo sé... En Monachil hubo unos años, del 2000 al 2007 más o menos, que empezaron a construir como locos. Estaba todo el pueblo lleno de grúas. Y se paró porque llegó la crisis. Hubo muchos edificios que se quedaron a medias. De hecho, muchos de ellos están vacíos y ni siquiera los alquilan, ni los habita nadie. Eran demasiados.
-No se corta a la hora de hablar de las consecuencias de la crisis, como eso que dice que cobrar la mitad y trabajar el doble. ¿Se siente menos esclavo del sistema en Monachil, aunque tenga un móvil y agua corriente en su día a día?
-No creas. Yo hablo sobre todo de los campesinos. Ellos sí viven al margen porque son autosuficientes. Bueno, son. Yo no sé si hablar en presente o en pasado. Ellos hacían todo: su propio vino, recogían sus verduras, la carne que comían la engordaban y la sacrificaban ellos. La crisis les afecta porque a su hijos les toca. En su vida cotidiana no les afectaba tanto. En Monachil sí que se ha vivido la crisis y el boom inmobiliaria. Si te vas más arriba, al valle, hasta hace cuatro años estaban los paisanos con sus mulos, sus huertas, sus viñas, sus olivos.
-¿Cree que el progreso es compatible con llevar una vida feliz?
-(Ríe). No sé. En mi caso, yo preferí venirme al mundo atrasado del campo porque el progreso, la vida en la ciudad, me parecía muy estresante, ajetreado, impersonal, vacío. Estoy seguro de que hay mucha gente que vive en las ciudades y es feliz.
-Hay muchas citas en su libro. Una de ellas, de Bukowski, dice lo siguiente: "Sólo los pobres saben lo que significa la vida; los ricos y aposentados tienen que imaginárselo". ¿Es más feliz ahora en Monachil que en Madrid, cuando vivía en una buhardilla de 30 metros cuadrados?
-Sí, claro. Si no fuese feliz ya me hubiera vuelto a la ciudad. Por mi ritmo de vida, mi forma de ser, prefiero estar aquí. Igual hay gente que está mejor en la ciudad. Yo cuento la vida en el campo tal como yo la siento y la viven mis vecinos. También intento destacar valores como el trato humano, la cooperación entre ellos, el respeto por la naturaleza. Yo estoy encantado. No es que aquí las cosas sean fáciles. Tengo más problemas que en Madrid, desde un punto de vista económico, pero la vida es distinta y a mí me merece la pena. Si tu prioridad es ganar dinero desde luego que aquí -en el valle- no pintas nada.
-El protagonista, Blas El Garduna, dice desconfiar de "una democracia que no era capaz de lavar la sangre de los muros, que paseaba desmemoriada por las cunetas".
-Blas es un escéptico, un descreído. No cree en nada. Nunca en su vida le ha ayudado nadie. El poder sólo les ha puesto trabas. Ellos en las autoridades no confían. Se alegran de la muerte de Franco, pero dicen: ¿Ahora qué? En la transición y en la democracia tampoco les ayudan mucho. La novela repasa varios periodos históricos, desde la segunda república hasta la crisis, pero desde su punto de vista, de cómo lo vivieron en el valle.
-Un amigo me lo ha definido como "un Thoreau de andar por casa".
-Lo de andar por casa me gusta (ríe). He intentado ser muy llano y muy sencillo, con una escritura muy directa. He intentado no recurrir mucho al diccionario. Muchos me dicen que hay palabras raras. Para mí son palabras normales, que utilizo en el campo normalmente. No me he dedicado a buscar palabrejas. He buscado la sencillez y, sobre, todo mi propia voz. He evitado un tono demasiado literario. Uso el presente del indicativo para contar la acción. Eso era para escapar de la batallita del siglo pasado, del abuelo de la posguerra que cuenta el hambre que pasa. Mi objetivo era que el lector sintiera el frío, se mojara con la lluvia, oliera la tierra y el estiércol.
-Sí, a mí me han dado ganas de visitar Monachil, pero claro la turistificación...
-A mí me encanta promocionar Monachil, pero por otro lado esto se está convirtiendo en una locura turística increíble. En el fin de semana ya no hay donde aparcar tantos coches.
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