'Farenheit 451': los libros arden bien
Literatura
La editorial Minotauro ha reeditado dentro de su colección Esenciales una de las más famosas distopías de todos los tiempos, escrita por Ray Bradbury
Granada/A pesar de que los libros y el fuego son realidades antagónicas (por incompatibles), las páginas de la Historia están llenas de piras alimentadas por volúmenes malamente apeados de sus estantes para ir a encontrarse en medio de una calle o una plaza, en desorden, lamidos por las lenguas lascivas de las antorchas. Unas veces, las hogueras se alzaron en nombre de un Dios friolero, tal como ocurriera durante los donosos escrutinios de la Santísima Inquisición; otras veces, prendieron para caldear mitos glaciales, como los invocados en los aquelarres del fascismo; siempre ardieron en contra del hombre, pues cuanto el hombre pone en estos dioses suele sustraérselo al propio hombre. Los libros arden bien, todo el mundo lo sabe; por desgracia, nunca falta gente deseosa de conocer el punto de combustión del papel. Ray Bradbury nos ilustró al respecto: en la escala Fahrenheit, el papel de los libros arde exactamente a 451 grados, de ahí el título de su novela Fahrenheit 451 (1953), un apasionado homenaje a este objeto impar, el libro.
La novela parte, al igual que lo hacía Crónicas marcianas, de un planteamiento paradójico. Si en Crónicas marcianas, Bradbury presentaba una refinada civilización extraterrestre aniquilada por el ser humano -subvirtiendo el esquema clásico de la invasión alienígena-, en Fahrenheit 451 imagina una sociedad en la que el instrumental de los bomberos está formado por hachas y camiones cisterna cargados de de queroseno con los que prenden fuego a edificios y libros.
La gran virtud de Bradbury reside en su capacidad para escarbar en esta paradoja simple y extraer derivaciones complejas. Su protagonista es el bombero Guy Montag. A quien le pregunta al respecto, Montag le habla del placer de achicharrar libros: "Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ése es nuestro lema oficial". No obstante, Montag tiene dudas, ¡benditas dudas!, y ha llegado al extremo de salvar algunos ejemplares y ocultarlos en su casa. Está asustado, pues no tiene a nadie en quien confiar; Montag no puede contar siquiera con Mildred, su esposa, adicta a los programas de televisión interactivos e idiotizada por ese incansable suma y sigue de imágenes irreflexivas. Tan solo Clarisse, la chica de la puerta de al lado, podría comprenderlo, pero…
En Fahrenheit 451, el Estado promete la felicidad al ciudadano a cambio del abandono de hábitos tan contraproducentes como la duda, la sospecha o la inquietud, una simiente sembrada muy junta en estos benditos libros. Si se pretende eliminar la melancolía que conlleva el conocimiento, hay que acabar con la fuente del conocimiento. La rebelión de Montag contra tal orden de cosas, tan desesperada como épica, empieza por algo tan sencillo como pensar, empezar a pensarse.
Las autoridades idean un castigo ejemplar: lo obligan a destruir esos pocos libros en su poder. Montag escapa de la ciudad en busca de otros desahuciados del sistema: intelectuales, profesores y demás ralea; unos tipos que se han aprendido de memoria las obras que lograron preservar de la destrucción, convirtiéndose así en una especie de 'Hombres libro'; uno de ellos le dice: "Yo soy La república de Platón”. Montag conoce también a Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, Charles Darwin, Aristófanes, Maquiavelo…
La literatura no es la panacea; peor aún, lo que puede hacer es muy poco. Pero una cosa hay segura: sin literatura estaríamos todavía más perdidos. Unos son más fiables que otros y absolutamente ninguno está libre de culpa, pero los libros, testimonios de este conflicto que es la vida, se me antojan imprescindibles para una mejor comprensión de dicho conflicto. A pesar de su brevedad, Fahrenheit 451 está repleto de sugerencias e inquietantes predicciones.
¿No les resulta familiar esa ciudadanía que pasa horas enteras delante de una pantalla, incapaz de dedicar unos minutos a la lectura? El lector reconocerá en el personaje de la teleadicta Mildred a más de un conocido, hipnotizado por las imágenes que proliferan en la pantallita de un teléfono móvil. Hay otros apuntes igualmente sobrecogedores: el capitán de bomberos, Beatty, advierte que llegará el día en que no hará falta quemar más libros pues la gente, sencillamente, no sabrá qué hacer con ellos. Diría, con un nudo en la garganta, que el futuro está ya aquí.
Ardió la Biblioteca de Alejandría. Ardió la del bueno de Alonso Quijano. Ardió la de Sarajevo. En verdad, continúan ardiendo. Cierro los ojos y veo un telón de fuego delante del teatro de la noche. Lo peor es que no serán las últimas bibliotecas en ser pasto de las llamas. Como dije al principio, nunca faltan inquisidores, y los libros arden bien, demasiado bien.
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