Feo, bajito, cabezón, cegato

No puede ser lo mismo militar en las filas de Asterix que -otro ejemplo de tipo bajito- ensayar tus primeras letras acompañando a Rompetechos a través de la jungla de cemento, de una desgracia a otra

Feo, bajito, cabezón, cegato
Feo, bajito, cabezón, cegato

El tebeo infantil o para niños (que no lo son todos, quede claro) es decisivo en la formación del pequeño. Por un lado, contribuye a la consolidación de sus hábitos de lectura (y ésta sigue siendo, además de un gozoso divertimento, una de las formas más exigentes de conocimiento). Por otro, lo ayuda a amueblar la cabecita con unas primeras ideas y ejemplos, cuyo signo dependerá del tebeo, que él aplicará a la vida y al mundo conforme se le presente la oportunidad. Imagino que habrá estudios en este campo -y si no los hay, debiera haberlos-, pero no es igual crecer leyendo a Superman que a Batman, no sé si me explico; ni leer a éstos en vez de a Spiderman o Daredevil. En la forja del carácter son determinantes nuestras primeras compañías, nuestros primeros modelos, las primeras experiencias. No puede ser lo mismo militar en las filas de Asterix que -pongamos otro ejemplo de tipo bajito- ensayar tus primeras letras acompañando a Rompetechos a través de la jungla de cemento, de una desgracia a otra, ignaros de cuanto deparará el salto de página.

No puede ser lo mismo, en absoluto.

Rompetechos es otra criatura más surgida de la ubérrima fantasía de Francisco Ibáñez y gozó de tanta popularidad antaño que su nombre servía para definir a esa persona cuya miopía, sea física o mental, provoca desastre tras desastre. Su escaso atractivo personal, su poca estatura -hablamos de un retaco andante-, su doble condición de calvo y cabezón, además de una notoria discapacidad objeto de un continuo recochineo, bastarían para incluir esta historieta en las listas negras de lo políticamente incorrecto. Y es lógico, porque la serie fue, desde el principio, un retrato avieso y travieso de cierto españolito carpetovetónico y cascarrabias, tan corto de vista por fuera como por dentro. Según ciertos rumores, el personaje habría nacido como caricatura de un compañero de redacción en la editorial Bruguera, un punto desmentido por el padre de la criatura, quien declaraba que, si bien el nombre se lo inspiró Francisco Bruguera, sí, el personaje es hijo exclusivo de su imaginación. Rompetechos debutó en el número 161 de la revista Tío Vivo, en 1964.

En aquella primera historieta de una página -el formato ideal para sus desventuras-, y en las vestís de vendedor a domicilio, Rompetechos se pateaba la ciudad ofreciendo una crema bronceadora a una mujer de color, un tinte para el cabello a un calvo y una crema de afeitar a una señorona con un collar de perlas (un detalle que sitúa perfectamente a la mujer en el escalafón social). La historieta marcó la pauta sobre la que el dibujante, con un virtuosismo único, ha ensayado mil y una variaciones. El planteamiento general es éste: en la primera viñeta sorprendemos a Rompetechos por la calle, yendo o viniendo, paseando, de camino al trabajo o no se sabe bien por qué; de repente, se encuentra (tropieza, embiste) con algo o alguien que confunde con algo o alguien y actúa en consecuencia, lo que provocará una reacción en cadena que, lejos de amilanarlo, acaba sacando al oso cavernario de sus adentros. Parafraseando a Sartre, según él, los ciegos son los otros… La idea es simple; sin embargo, como suele ser habitual en Francisco Ibáñez, jamás cae en la monotonía.

Pero retomemos la idea inicial.

A los niños de mi generación, las historietas de Rompetechos, y otras de la escuela Bruguera, nos educaron en una rara virtud: la empatía. Francisco Ibáñez nunca pretendió que nos identificáramos con su personaje, ¡quién osaría a tanto! Él es, ya digo, feo, bajito, cabezón, cegato… Sin embargo, a pesar de convertirlo en víctima propiciatoria del capricho de los dioses, Ibáñez nunca sacrifica un último reducto de dignidad en los altares del humor. Con Rompetechos convivimos con la alteridad, con ése que no somos ni queremos ser, pero que existe, que vive ahí, en el piso de al lado. Con él aprendimos asimismo a descubrir la vida de manera tremenda, no tremendista. Si la escuela nacional-católica nos decía a los parvularios de entonces que este mundo era un valle de lágrimas, en estas historietas se puntualizaba: el mundo es, a lo sumo, una acera estrecha plagada de bocas de alcantarillas con las tapas quitadas.

Una diferencia de matiz nada despreciable.

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