'Réquiem' por los ignorados
Análisis previo | 69 edición del Festival de Música y Danza de Granada
La OCG y su Coro abren oficialmente un certamen con el simbólico último aliento de Mozart
Granada/Este anormal Festival, por el cruel Covid-19, se inaugurará hoy, oficialmente, con una obra realmente simbólica como es el último aliento de Wolfgang Amadeus Mozart trazado en su inacabado Requiem aeternam. Concierto benéfico y en homenaje a las víctimas causadas por la pandemia. Víctimas que no sólo son los protagonistas más desgarradores, en todo el país y en el mundo, con las terribles circunstancias de la soledad en que han traspasado la muerte, con el inmenso dolor causado a sus familias, sino porque esas muertes no pueden limitarse a datos estadísticos, es decir personas convertidas en números, en vez de seres que fueron vida, sentimientos, dolor, y, al final, soledad y olvido.
Será, pues, un réquiem por los ignorados. Y nadie mejor que Mozart, cuyo breve cortejo fúnebre que seguía su propio funeral de tercera lo disolvió una espantosa tormenta y unos enterradores, siguiendo su oficio, lo echaron a una fosa común, de prisa bajo la tormenta, y nunca se descubrieron sus restos. Al fin y al cabo no era más que un desconocido para los enterradores, lo que he llamado un 'muerto de tercera', cuando los fríos estadísticos de hoy hablaban de que la mayoría de víctimas eran de la tercera edad que, tal vez, en muchos casos ni siquiera les ofrecieron oportunidad de sobrevivir.
Y, además, habrá motivos personales, no sólo en los asistentes que hayan perdido seres queridos, amigos, conocidos o simplemente se han informado e impresionado por las imágenes que con proliferación han emitido todos los canales, sino porque entre los participantes del concierto en la Catedral habrá afectados, entre ellos, como contaba en una emotiva crónica Isabel Vargas, el propio director Andrea Marcon, que ha perdido a su madre en esta etapa de confinamiento y cierre de fronteras, en una residencia de Italia, a la que no ha podido desplazarse y darle el último adiós, como en tantos otros casos. Sin duda el Réquiem que dirigirá hoy tendrá una directa emoción personal.
Así que, con estos recuerdos, en la mente y en el corazón, nos asomaremos conmovidos a este Réquiem aeternam, los últimos compases escritos por Mozart, antes de su muerte, el 5 de diciembre de 1791, que dejó inconcluso porque le faltaban fuerzas para terminar el encargo de un misterioso personaje, que tampoco asistió a su entierro y, aunque estuviese, saldría a refugiarse de la tormenta, como el resto de los pocos asistentes, a la taberna del cervecero José Deiner, donde acudía el joven maestro con frecuencia. El propio Mozart era consciente de que vivía sus últimos días y aquél chaval jovial nacido un domingo 27 de enero de 1756, en Salzburgo, hijo de un encuadernador y músico, Leopoldo, y de Ana María Perti, bautizado con los nombres de Juan Crisóstomo Wolfgang Teófilo, era ya un hombre enfermo, a las puertas de la muerte.
Había terminado, curiosamente, su obra más emblemática y querida para él como era La flauta mágica que triunfó en su estreno en esos días y la reportaba la admiración que tantas otras obras maestras no recibieron. Acababa de concluir rápidamente una pieza de engorroso encargo oficial, La clemencia de Tito, escrita durante su viaje a Praga y, al regreso, entre fiebres y malestares intenta concentrarse en ese Réquiem que sus ideales masónicos no concordaban tampoco con el espíritu religioso que, sin embargo, trascendió, porque sentía que era su propia oración o latido final.
Estoy seguro que, hoy, cuando asista a la única cita que tengo con esta edición, por prioridades familiares, preferentes a la larga prueba de calor y asfixia de mascarillas durante un insólito mes de julio granadino, al que se ha postergado el certamen de este año, dejaré a un lado la siempre incómoda posición de crítico de una interpretación cualquiera -el Réquiem mozartiano lo hemos escuchado a orquestas y coros diversos, entre ellas a la propia OCG, en una conmemoración del 150 aniversario de la muerte de Chopin- para centrarme en la emoción del momento y seguir los cinco episodios del Introito, con la resignación orquestal sugiriendo salmodias, canto llano, con esa doble fuga que, según Einstein, "nadie se atrevió, hasta entonces, a descender a abismos tan profundos y sombríos", como recuerdan los biógrafos Yves y Ada Rémy.
La grandiosidad coral y orquestal del Dies irae acentúa el comentario del texto, para prolongarse en Tuba mirum, iniciado con un solo de trombón para dar paso a los textos expuestos por bajo, tenor, contralto y soprano. La claridad la define el tenor con su Mors stupebit. La Rex tremendae, con su grito violento inicial, desemboca en la polifónica Salva me, de inusitada intimidad, seguida por una página perfecta como Recordare, con el diálogo implorante entre contralto y bajo o entre tenor y soprano. Con sucesión de episodios dramáticos en el Confutatis, entre la pasión y la violencia, la quejumbrosa Lacrimosa, los motetes del Dominis y Hostias, en un entresijo genial entre la fiebre del autor y la serenidad, de las sombras a la luz, antes de que coro y orquesta se fundan en la fuga cromática.
Ni el Santus , el Benedictus y el Agnus Deis salieron totalmente de la mano de Mozart, sino que los completó Süsmayer, utilizando compases escritos febrilmente y motivos definidos en Lux aeternam. En cualquier caso, pese a su inacabado final, es la obra, a mi juicio, más profunda, bella y dramática que nos asombra cómo quien lució belleza, candidez, frivolidad en sus óperas -Mozart sentía alivio en sus últimos días escuchando al piano la canción de Papageno, de La flauta mágina, Der Vogerfánger bin ich, ja- pudo concentrarse, en un aliento final, en esa profunda reflexión.
Ya les contaré como escucharemos esa versión inaugural en la inmensidad de la Catedral, donde no sé si el coro cantará con mascarillas y separados, como los músicos, en esta edición con tintes surrealistas, sino fueran dramáticamente reales.
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