Nunca te sueltes | Crítica
No te sueltes cuando el mal acecha
Reseña de libros
Granada/"De un algo que pasa/ y que nunca llega:/la historia confusa/ y clara la pena". Encabezo estas líneas con unos versos de Antonio Machado que quisieran ser también su título. Pertenecen a las canciones de Soledades, donde el poeta captó magistralmente la enseñanza del simbolismo o, mejor, su música, las cadencias de los cantos de los niños que vierten sus almas como vierten sus aguas las fuentes de piedra. Al final, la fuente borra la historia y sólo queda la pena. Pero hay una recóndita sabiduría en ese poema expresada en bruscas antítesis: lo que pasa y no llega, lo confuso y lo claro.
La evocación se me ha impuesto al leer los poemas de José Carlos Rosales en su último poemario, Alguien lleva una piedra escondida en la ropa. En efecto, desde el primer poema, titulado Pies de vidrio (págs. 13-14), sabemos que no hay a dónde ir y, sin embargo, todo el mundo anhela la llegada de un autobús cualquiera, pues "cualquier autobús sirve", dado que van a cogerlo quienes, sin dejar de moverse, no tienen a dónde ir: "[…] no dejan de moverse,/ movimientos que son los movimientos/ del que no tiene a dónde ir,/ aquel que nunca se detuvo […]". Esa es la gente que espera un autobús que no lleva a ningún sitio y que no abriga la esperanza del regreso: "Todo el mundo se va,/ nadie regresa a ningún sitio".
Hay algo de espectral en esa gente que espera un autobús: "Van como sonámbulos" y "su rumbo no es un rumbo"; están extraviados, pues esa "demasiada gente parada en la parada/ de un autobús que no llegará hoy,/ quizás no llegue nunca/ o llegará tan tarde que llegará tardísimo,/ cuando pase, si pasa,/ lo hará con el cartel de Fuera de servicio" (en Todo se moja, pág.24). Todo ello testimonia "un mundo que se fue" y por ello no hay regreso posible. Ya se habló de una "mecánica imparable", de "un temblor aleatorio" que es la dolencia del que no tuvo a dónde ir y nunca se detuvo. Y que luego se matiza, en Cristales con vaho (págs. 28-29) como "movimiento perpetuo", como "movimiento incesante", leyes de una física espectral para ese mundo de sonámbulo en el que no hay ruta, no hay origen. En el que las piedras que se llevan sólo pesan y en su peso alojan un mundo del que no se espera alivio alguno.
Pero en Pájaro verde (pág. 33) algo se anuncia. Aquella piedra en la que el pájaro se posa reclama la atención del poeta y hace sonar la alarma para que reforcemos la atención; el pájaro verde que estuvo en aquella piedra anunciaba nada menos que "cambio de clima, nueva época". Creo entender que la piedra anuncia cambios profundos, ya no estaría sumida en el silencio mineral, sino que dejaría "que el tiempo fluya como fluye / el agua que la lleva hacia otro cauce" (en Otro cauce, pág. 35). El tiempo es el agente de toda transformación y mueve a las piedras para que se imaginen alcatraces, "materia viva, piel/ que se mueve buscando un hospedaje,/ formar parte de un puente, hacer caminos,/ edificar con otras un albergue" (en Alcatraz que voló, pág. 43).
Me basta sólo seguir el impulso de la piedra, ya materia viva, en su búsqueda para saber que hemos alcanzado la luz de un faro, el sosiego del marino que anuncia tierra a la vista. Las piedras ya no son sólo peso ‑la ley física que las acaricia‑, buscan hospedaje, juntarse haciendo puente o camino y hasta edificando albergues. Y es que hospedería, albergue, puente o camino no son sino lugares de encuentro del hombre.
Algo ha cambiado en el libro sustantivamente. Hemos saltado las bardas que cercaban el mundo, del que todos se van y donde nadie se queda para ir "hacia otras tierras […] lejos de aquí,/ y […] hablar con alguien/ y que cada palabra dijera lo que dice". Se alcanza una vida sin muros en la que es posible "convivir sin reservas,/ estar sin alejarse" (en La sorpresa, pág. 58).
Se cumple finalmente ese ‘estar’ en una "Playa sin nadie", divisa de la segunda sección de Alguien lleva una piedra escondida en la ropa, reverso de aquel "Fuera de servicio" con el que también se nombra la primera parte del poemario.
Ahora sí, es posible pensar en el sujeto del libro, acaso tú mismo, lector, como aquel que dejara "[…] en la playa esa piedra/ que le pudo enseñar lo que sabe" […] (en Última caricia, pág.65); y se alejara "[…] pensando que el tiempo/ desde ahora será diferente:/ más ligero o más limpio, más claro". Toda lectura en la que nos demoramos gustosamente acaba interpelándonos. Yo encuentro aquí la ‘piedra pequeña’ de León Felipe, sin duda un canon de la piedra como materia poética.
Ahora la historia entra en la biografía y en los acontecimientos, que ya sí nos pertenecen. Somos protagonistas de los mismos. Nos incumbe lo que pasa. La historia ya no es ‘confusa’ y la ‘pena’ se ha de diluir en la corriente, porque el tiempo como el agua liman, pulen abatiendo lo que hiere con la fuerza y la lentitud con la que el mar incide en los pecios de su fondo, trabajando en silencio, "puliendo sin descanso lo que estaba hecho añicos" (en Las aristas del mundo, pág. 66).
Así, como ‘piedra pequeña’ en ‘playa sin nadie’, el libro se despeja como horizonte y este no es otra cosa que la historia de la vida.
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