Maquiavelo desencadenado
La editorial granadina Traspiés recupera un clásico de la literatura italiana, 'Fábula del archidiablo Belfagor' de Maquiavelo, un autor condenado al ostracismo por sus críticas a la iglesia de su tiempo
Según la leyenda, Prometeo, hijo del titán Jápeto, les arrebató el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. La cosa no gustó en las alturas, habrase visto tamaña osadía, y Prometeo fue sujeto a una roca en el Cáucaso y castigado en consecuencia: durante el día, un águila saciaría un apetito constante devorándole un hígado que, por disposición divina, le crecía durante la noche a fin de perpetuar el suplicio por los siglos de los siglos, amén. El de Prometeo no fue un caso aislado. Aquellas mismas deidades condenaron a Sísifo a acarrear una enorme piedra hasta la cima de una montaña para, una vez en la cumbre, hacer rodar la piedra ladera abajo y obligar a Sísifo a comenzar, una vez tras otra, desde el principio. A Tántalo le tocaron tres cuartos de lo mismo. Por orden de Zeus, a la sazón padre suyo, Tántalo sufrió hambre y sed para los restos: si extendía los brazos para coger el fruto del árbol, las ramas se apartaban asqueadas; si se hincaba de rodillas para beber, los arroyos se retiraban intimidados… Si no otra cosa, a estos rebeldes debió de quedarles claro que con los dioses no se juega.
Mucho ha llovido desde entonces y estas historias, que sirvieron antaño de aviso para caminantes, hogaño se presentan como poderosas metáforas sobre la condición humana y sus avenencias y desavenencias con esas superestructuras celestiales ideadas para descodificar el mundo. No nos sorprende, andando los siglos, que Percy B. Shelley reparara en la triste suerte del hijo de Jápeto, y se sintiera impelido a redimir su memoria y reivindicar su ejemplo en Prometeo desencadenado, su obra más famosa. Aquí y ahora, a los hombres les corresponde juzgar a los hombres. Y otros muchos desahuciados aguardan el indulto, entre ellos el bueno de Nicolás Maquiavelo, condenado a título póstumo al silenciamiento y la proscripción por el dios de los católicos y sus ministros en la tierra. ¿Cuál fue la culpa del escritor florentino? Pues llamar a las cosas por su nombre, denunciar las injerencias de la Iglesia en la política italiana y cuestionar algunos postulados del dogma cristiano, en tiempos de rearme y reacción. Al igual que Prometeo, quiso llevar el fuego del entendimiento a sus conciudadanos, y la cosa tampoco gustó en las alturas.
A pesar de su perspicacia, Maquiavelo sobrevaloró su época y, lejos de ser bien recibidas, las críticas pusieron al crítico en la picota. El autor fue incluido en el Índice de libros prohibidos en calidad de autor de primera clase -o sea, la Iglesia vetaba no sólo la circulación de sus libros, sino la sola mención de su nombre- y pusieron en sus labios sentencias espurias, tal el dichoso axioma "El fin justifica los medios", que no es de Maquiavelo, sino de sus exegetas. Para mayor escarnio, su apellido fue usado como matriz para un adjetivo del todo inoperante. No hay nada maquiavélico ni en la obra ni en la persona de Maquiavelo. Lo que hay es una firme heterodoxia y una muy sana actitud polémica que causó estragos en las galerías en penumbra y en los salones de techos altísimos del Vaticano. Por todo ello, y por más, la editorial Traspiés se ha apuntado un tanto con la recuperación de Fábula del archidiablo Belfagor, escrita entre 1518 y 1520, y publicada tres décadas más tarde, en 1549, cuando Maquiavelo llevaba muerto veintidós años.
El año de 1549 reviste especial significancia en los anales maquiavelianos. Durante el cónclave celebrado aquel año, la Iglesia acometió la "demonización" oficial del florentino; el cardenal Reginald Pole arrimaría las primeras piedras del edificio carcelario al afirmar que el mismísimo Satanás había inspirado la obra más comentada de Maquiavelo, El príncipe. Lo curioso, esta vez, es que entre demonios anda el juego. La Fábula cuenta las andanzas de un diablo, Belfagor, enviado por Plutón a la Tierra para verificar si, como afirman todos los varones que han ido a parar al Infierno, la culpa es de sus señoras esposas. Belfagor adopta la falsa identidad de Rodrigo de Castilla, un españolito que habría hecho fortuna en Siria, y se instala en Florencia, desposa a la hija de un mercader con mucho abolengo y escasa pompa, y acaba comprobando en sus propias carnes que cuanto afirmaban las almas de quienes se cuecen a fuego lento en las calderas infernales es cierto: la mujer es la perdición de los hombres.
A quinientos años vista, la narración no ha perdido un ápice de su frescura. Maquiavelo, discípulo aventajado de su compatriota Boccaccio, hace gala de un verbo brillante, exquisito o, cuando conviene, afilado como una daga. La irreverencia innata del autor se transforma en temeraria insolencia. La Fábula del archidiablo Belfagor pertenece a esa insigne veta literaria de viajes ultramundanos entre los que destaca La Divina Comedia. No obstante, respecto a ésta, respecto a Dante u otros adláteres, Maquiavelo se pone del lado del pobre diablo, nunca mejor dicho, y hace nuestra la desgracia de Belfagor. Esto, que hoy es un signo de la extraordinaria modernidad, a los ojos del siglo fue razón suficiente para encadenarlo a la roca de la ignominia, reclamar al águila de la calumnia y azuzarla para que le sacara las entrañas. El castigo sería para la eternidad, tal como dictamina la sacrosanta voluntad de los dioses pero, tal como se apuntó unas líneas arriba, aquí y ahora, a los hombres les corresponde juzgar a los hombres. Y hora es ya de liberar al bueno de Nicolás Maquiavelo de tan injusto castigo.
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