La tribuna
¿España fallida?
Lugar: Plaza de Toros de Granada. Fecha: viernes 15 de julio de 2011. Aforo: 7.000 personas.
Desde que en 1984, cuando el grupo estaba en la cumbre de su popularidad, decidiera finiquitar su aventura con Police, Sting no ha dejado de perseguir el reconocimiento tanto de músicos como de aficionados a la música seria y la alta literatura. Así lo evidenció su primer paso en solitario, cuando le tomó prestada a Miles Davis su banda de acompañamiento al completo, alguno de sus coqueteos con el jazz (disco con Gil Evans) o sus incursiones en la música renacentista como el disco de temas de John Dowland, que editó en el sello Deutsche Grammophon. Él mismo ha defendido sin complejos la seriedad de su propuesta y por más que entre la crítica del rock su ambición de ampliar los márgenes del pop con ropajes jazzísticos, clásicos o étnicos haya sido calificada de pretenciosa y artificiosa, de grandilocuente y pomposa, sus propios seguidores han asumido su discurso hasta convertirlo en icono de starlet respetable. Sting se ha sentido cómodo siendo el artista pop predilecto de las almas sensibles, la música moderna de la que no tienen que avergonzarse aquellos aficionados capaces de disfrutar de las sutilizas de Shostakóvich o Debussy. De modo que solo era cuestión de tiempo que llegara algo como Symphonicities, una revisión de sus más célebres composiciones en clave sinfónica. Y con estos antecedentes, tampoco sorprenderá a muchos que haya sido precisamente una institución como el Milenio del Reino de Granada, ajena a la nueva dirección en la que parece soplar el viento en tiempos de crisis, cuando los grandes eventos fugaces inician su línea descendente en beneficio de programaciones de larga duración e inversiones más razonables, la que, disparando con la pólvora de rey de la que no dispone, se haya apuntado el tanto de traer a Sting a nuestra ciudad. Tal para cual. Ninguna de estas consideraciones impidió, no obstante, a los más de siete mil engalanados asistentes disfrutar de la impecable interpretación del lustroso repertorio del inglés, vestidos de gala por la OCG bajo la batuta de Chelsea Tipton. Y al tiempo comprobar el magnífico aspecto de un Sting que a punto de cumplir los 60, se conserva tan fibroso y atractivo como hace veinte años.
Acompañado por la cantante Jo Lawry, una sección rítmica con currículum en el jazz y la música étnica -Ira Coleman al bajo y Rhani Krija a las baquetas- y el guitarrista Dominic Miller, el único de pasado plebeyo en un grupo de rock duro, además de la orquesta, un Sting que mantiene intacta su personal voz, fue desgranando las más populares melodías de su cancionero. Raramente las veleidades orquestales de los músicos de rock han ofrecido frutos relevantes y esta no iba a ser una excepción. Si bien es cierto que el lifting sinfónico sentó mejor a unas que a otras. Así por ejemplo, mientras a algunas de tono más épico como Russians, When we dance, Shape of my heart o I hung my head los arreglos orquestales les caían como un traje a medida, y las magistrales Englishman in New York, Moon over Bourbon Street con su aroma jazz o Fields of gold con su aire de folk británico se adaptaban sin resentirse, las de estirpe más rockera se resistían al nuevo formato. Por más celebradas que fueran, resultó algo chirriante escuchar Roxanne o Next to you con los violines sustituyendo los riffs de guitarras originales.
Unas dos horas después del comienzo, Sting cerró el último bis con una íntima interpretación de Message in a bottle para la que se acompañó de una guitarra clásica que ya había mostrado a lo largo del concierto. Y todos, salvo los de la zona VIP, tan contentos para casa.
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