El Prado, no es oro todo lo que reluce

Como Madrid ofrece en estos días un programa expositivo de lo más expectante, interesante y abierto, era de obligado cumplimiento la presencia en la capital del reino para asistir a este fin de curso lleno de los máximos atractivos. Estas páginas van a dar cumplida información de lo mucho y bueno existente en la programación artística madrileña.
La primera visita, quizás por la propia cercanía a Atocha, nos dirigió al Museo del Prado. Allí nos deparaba 'El Descendimiento', la genial obra de Roger van der Weyden, por la que profesamos la más acendrada y entusiasta fe artística. Pero el museo que dirige Miguel Zugaza, aparte de las eternas maravillas que cobija, nos conducía hacia tres muestras temporales, en apariencia, verdaderos centros de atención de este Madrid inmerso en su fin de ejercicio expositivo; tres muestras que, a pesar de los entusiasmos despertados, generan muchos matices, muchos interrogantes y muchas circunstancias dignas de detallados análisis.
'El último Rafael'
Esta exposición no conduce, ni mucho menos, por las exquisiteces formales que se esperan de la pintura del gran Rafael de Urbino. El artista, debido a la fama alcanzada, se encontraba inmerso en una dinámica creativa espectacular; los encargos llegaban desde todas las instancias y el artista no podía satisfacer todas las exigencias. Por todo ello no tuvo más remedio que acudir a la ayuda de su taller. Allí dos nombres sobresalían de los demás: Gianfrancesco Penni y Giulio Romano. Ellos fueron los principales colaboradores y en quienes recayeron gran parte del trabajo de las obras contratadas por Rafael.
La muestra nos sitúa en los últimos siete años de su corta vida - Rafael Sanzio murió en Roma en el año 1520, cuando sólo contaba treinta y siete años de edad-. Fue este un tiempo de mucho trasiego como pintor, muralista, diseñador de cartones para tapices y, también, como arquitecto y arqueólogo. La exposición nos ofrece cuadros de altar, vírgenes, retratos y sagradas familias. En casi todas las obras se observa el trabajo de sus discípulos, sobre todo de Giulio Romano, si bien la mano firme del maestro no está ausente. Destaco, sobremanera, los retratos que realiza a los amigos, donde el genio creador del pintor de Urbino se nos hace presente. Extraordinario es el Autorretrato con Giulio Romano y el retrato de Baltasar de Castiglione, en ellos la psicología del retratado se une a la elegancia de las formas y a la capacidad de transmitir las actitudes.
'Murillo y Justino de Neve'
Esta exposición nos muestra, probablemente, el mejor Murillo. Está constituida por las obras que el canónigo de la catedral de Sevilla, coleccionista y verdadero mecenas, Justino de Neve, encarga a Murillo en las dos últimas décadas de la vida del artista. Eran cuadros destinados a la catedral hispalense, a la iglesia de Santa María la Blanca, el Hospital de los Venerables y para la propia colección del canónigo. Son obras de una gran calidad artística y que define muy a las claras el genio creador del gran Murillo. Curiosamente todas las obras presentadas, salvo la Inmaculada de los Venerables, que está en el propio Museo del Prado, están fuera de España.
La muestra, recalará a final de año en el Hospital de los Venerables de Sevilla; cuando esto ocurra daremos una exhaustiva información de la misma.
Eduardo Arroyo. 'Por ser vos quien sois'
Varias lecturas se desprenden de esta muestra de Eduardo Arroyo en el gran Museo madrileño. En primer lugar, hay que mencionar la idoneidad del espacio para una obra reciente, teniendo como base dialéctica la propia filosofía de la pinacoteca con respecto a la inclusión en sus espacios a autores contemporáneos. Asunto que ya tuvo su incongruente inicio con la exposición de Francis Bacon. Claro que Eduardo Arroyo es Eduardo Arroyo y su nombre y su poder son capaces de abrir cualquier puerta y derribar cualquier muro que cierre el paso. ¡Equivocación clara y craso error, don Miguel Zugaza! ¿Se habría dado la misma consideración con otro artista español vivo de nombre diferente al gran Arroyo?
Por otro lado, el trabajo de Eduardo de Arroyo, correcto, serio e importante, es una variación personalísima del Cordero Místico que Hubert van Eyck comenzó para la iglesia de San Bavón de Gante y que, continuó y terminó, magistralmente, su hermano Jan. Se trata de un felicísimo juego artístico de un arte moderno sobre una obra antigua. ¿Da eso para abrir las puertas del que está considerada una de las grandes pinacotecas del mundo? Hubiera sido más oportuno y hasta lógico presentarlo en la propia iglesia de Gante. ¿Habría sido posible?, ¿lo hubieran permitido las autoridades artísticas de aquella ciudad?
Estamos, por tanto, ante una de las muchas incongruencias que encierra lo artístico; incongruencia que, además, puede dar lugar a muchos equívocos y permitir, a partir de ahora, que cualquiera pueda querer exponer en El Prado. Menos mal que todos no están tan bien avalados como Eduardo Arroyo para conseguirlo.
En definitiva, El Prado, esta vez está, algo así, como de saldo fin de temporada.
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