Viajando hasta la frontera del pasado

Investigación

El telescopio espacial James Webb nos llevará hasta los confines del tiempo-espacio conocido

Cohete de la NASA donde viaja el telescopio, antes de su lanzamiento / Efe
Francisco González García

04 de enero 2022 - 06:00

Al inicio del capítulo X, titulado El filo de la eternidad, de su obra Cosmos, el gran científico y divulgador Carl Sagan (1934-1996) nos decía que “hace diez mil o veinte mil millones de años, sucedió algo, la Gran Explosión (Big Bang), el acontecimiento que inició nuestro universo”. Considerando que las medidas exactas es una de las grandes obsesiones y virtudes de la Física, hemos de estimar, disculpen la ironía, que esta medida del tiempo de existencia del universo resultaba bastante grosera. Claro es que cuando se escribía ese libro, en 1980, las estimaciones del tiempo de vida del universo, desde aquella primera gran explosión, se basaban en datos tomados tan solo por telescopios situados sobre la superficie terrestre. Aún faltaban diez años para el lanzamiento del famoso telescopio Hubble. Diez años antes de la obra de Sagan, otro gran divulgador como fue Isaac Asimov (1919-1992) cifraba en veintiséis mil millones de años la edad del universo (The Universe: from flat earth to quasar; 1966, 1971) e incluso en algunos artículos anteriores la cifra se redondeaba en treinta mil millones de años.

Los últimos datos nos dicen que el Big Bang ocurrió hace 13.800 millones de años, con un error de unos 200 millones de años (arriba o abajo). Podemos decir que si Sagan dijo 10 o 20, la mitad serían unos 15 mil millones (casi acierta). Curiosamente, en su edición en castellano, el subtítulo de su obra Cosmos decía: “Una evolución cósmica de quince mil millones de años que ha transformado la materia en vida y consciencia”. Quizá sea tan casual como que la religión hindú considere que un día y una noche de Brahma dure 8.640 millones de años, un valor descabellado para cualquier otro cálculo del tiempo que diversas religiones han estimado para sus creyentes a lo largo de la historia de la humanidad. Lo que hay que reconocer a los cálculos realizados en base al texto bíblico es su gran precisión al estimar los años en que la Tierra fue creada. Es famoso el cálculo de obispo irlandés James Ussher (1581-1656) que fijó la creación de la Tierra en el sábado 22 de octubre sobre las 18:00 horas del año 4004 antes de nuestra era (antes de Cristo, que también se dice). Todo es cuestión de fe y los cálculos de este súbdito británico sirvieron de apoyo para reafirmar la separación de la Iglesia británica de la de Roma ocurrida en tiempos de Enrique VIII, en 1534.

Volviendo al mundo de la incertidumbre y la duda, de las cuestiones por resolver aplicando la razón y no meramente la fe contemplativa, se preguntaran ustedes cómo son posibles las estimaciones sobre el tiempo de existencia del universo conocido. Para ello tenemos que viajar al pasado (y no voy hablar de la película Regreso al Futuro), quiero decir que las estimaciones sobre el tiempo en las medidas astrofísicas parten de un dato esencial y básico que, por obvio, olvidamos muy a menudo. Todo lo que sabemos proviene de los diferentes tipos de radiación que nos llega, sea en espectro visible o no, y que el límite de su velocidad es, en general para todas las radiaciones, de 300.000 kilómetros por segundo (valor generalmente dado, el más exacto es de 299.792,458 kilómetros por segundo en el vacío). Si conocemos la distancia a un objeto estelar, digamos la Luna que es el más próximo a nuestro planeta, usted está viendo la Luna tal como era hace aproximadamente un segundo; usted ha viajado al pasado de hace un segundo. Si miramos al Sol, la estrella más próxima a nosotros, en realidad la vemos tal como era hace unos 500 segundos, algo más de ocho minutos, es decir la distancia al Sol es de 8 minutos-luz (o sea la distancia que recorre la radiación solar en esos 500 segundos; el cálculo es simple 300.000 Km/segundo x 500 segundos son 150 millones de kilómetros; la distancia media al Sol).

El obispo James Ussher fijó la creación de la Tierra en el sábado 22 de octubre sobre las 18:00 horas del año 4004

Recibir o ser capaz de captar la luz u otro tipo de radiación de objetos del universo cada vez más lejanos resulta cada vez más complicado debido, no solo a su lejanía, sino a la presencia de la atmósfera terrestre que actúa como un filtro que impide captarlos; en particular las radiaciones del tipo infrarrojo, aquellas que tienen una longitud de onda de 1 micra a 1 milímetro. Para detectar esas radiaciones hay que hacer observaciones fuera de la atmósfera terrestre, y el primer gran telescopio espacial que pudo hacerlo fue el famoso telescopio Hubble, pero el Hubble solo captaba el infrarrojo cercano, y aun así revolucionó nuestra visión del universo y sus dimensiones. Recordemos que este telescopio debe su nombre a Edwin Powell Hubble (1889-1953), astrónomo estadounidense que demostró en 1929 la expansión del universo midiendo el desplazamiento al rojo de las galaxias más lejanas que por entonces se podía observar desde la superficie terrestre.

Ahora, seguro lo saben, los astrofísicos están de enhorabuena. Ya tienen un telescopio espacial más potente, el James Webb, lanzado el pasado 25 de diciembre. En unas semanas, tras un laborioso proceso de puesta en marcha, podrá captar la radiación infrarroja lejana. Podrá captar la radiación que nos llega, digamos algo burdamente que el calor residual, de los objetos más lejanos del universo, aquellos situados a 13.700 millones de años (años-luz, se entiende), es decir casi al inicio del universo conocido. Nada podemos saber de antes pues o no había nada o aún no nos ha llegado ninguna radiación de lo que había por entonces.

El telescopio Webb es tan sensible, he leído, que podría captar el calor emitido por una abeja posada sobre la Luna. Su diseño comenzó en 1995, siendo el telescopio espacial más grande, complejo y, por supuesto, más caro de la historia de la observación espacial. Su nombre es un homenaje a James Edwin Webb (1906-1992) segundo administrador de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio (la conocida NASA). Fue responsable burocrático, administrativo y político de la puesta en marcha del programa Apolo que llevó a los Estados Unidos de América a poner un hombre en la luna y ganar la carrera espacial a los soviéticos. Parece que para Webb era importante que fuera un hombre americano el primero en dejar aquella huella, pero esa es otra historia. Otra historia de esas que nos obligan a viajar al pasado, de nuevo. Lo dejamos para el futuro

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