Vincent Price, el malvado perfecto
Cuando se cumplen cien años del nacimiento del actor norteamericano, uno de los villanos más famosos de la pantalla, el escritor Serrano Cueto le dedica una apasionada biografía
En El cine según Hitchcock, el cineasta reveló a François Truffaut cuál era "la gran regla" -así la llamó- del género de suspense: "Cuanto más logrado sea el retrato del malo, más lograda será la película". Si queremos transmitir una sensación verosímil de peligro, el malvado ha de ser una personificación exacta de éste, y su maldad será tanto más inquietante cuanto más se apoye en la idea; tan perturbador como sus acciones ha de ser lo que son capaces de imaginar. Por ello, en el cine de Hitchcock, estos personajes ostentan una inteligencia por encima de la media, una inteligencia fría, y unas maneras elegantes, una elegancia sinuosa, como el Robert Walker de Extraños en un tren o el James Mason de Con la muerte en los talones; no son simples matarifes, sino gente refinada atraída por el lado obscuro. Vincent Price, que nunca trabajó con Hitchcock, no habría desentonado en su galería de perversos. Fueron, de hecho, su especialidad. Y con indudable acierto, José Manuel Serrano Cueto ha titulado su reciente biografía del actor, Vincent Price. El villano exquisito (T&B).
Price fue un intérprete con una sólida formación teatral y una amplia gama de registros, muy capaz de abordar cualquier papel, sea trágico sea cómico; sin embargo, su físico se impuso a sus dotes, y su voz profunda hizo el resto. Price fue relegado, encasillado, destinado o consagrado -táchese lo que no proceda- a roles de tipos sin escrúpulos desde sus inicios. Su "personaje modelo" era el de un caballero de maneras educadas -más aún, primorosas- y afanes siniestros -más aún, inconfesables-, que muestra su desprecio alzando levemente una ceja y mirando de reojo, y de arriba abajo, a sus congéneres. Su tono de voz, rotundo, melifluo, daba el conveniente toque de distinción a estos seres venenosos. Vincent Price perteneció a una entrañable casta de actores especializados en papeles de malo que, a diferencia de Christopher Lee (Drácula) o Boris Karloff (el monstruo de Frankenstein), en general incorporó la maldad sin atributos: "Vincent Price logró su corona interpretando personajes cuya única monstruosidad residía en lo retorcido de sus cerebros", escribe Serrano Cueto. "Los personajes de Price emanan pavor por su cotidianeidad", apostilla.
Después de una breve carrera en los escenarios, Price recaló en Hollywood y en las dos décadas siguientes hizo prácticamente de todo (melodrama, western, aventuras, kolossal) a las órdenes de los cineastas más prestigiosos del período: Otto Preminger, Joseph L. Mankiewicz, Fritz Lang, Anthony Mann, Cecil B. De Mille... El cine fantástico aparece en su filmografía en fechas tempranas. Su primer papel protagonista lo consiguió en El hombre invisible vuelve (1940), una película en la que, ironías de la vida, no se le veía en la pantalla; Price creó al personaje a través de una precisa modulación de la voz: "Gracias a este dominio de la voz -escribe Serrano Cueto- consigue matizar la personalidad de Radcliffe [el protagonista] que va cambiando a medida que trascurre la acción". En El castillo de Dragonwick (1945) incorpora al aristócrata obsesionado con perpetuar la estirpe, que asesinó a su primera esposa por estéril y está dispuesto a repetir con la segunda por haber dado a luz a un bebé débil, que muere al poco de nacer.
El éxito llegaría en la década siguiente gracias a dos joyas del género, magnificadas por cierta cinefilia proclive al deslumbramiento y la hipérbole. En Los crímenes del museo de cera (1953) Price era el escultor psicópata que emplea los cadáveres de sus víctimas para modelar las figuras de cera; en La mosca (1958), un relato de monstruos cuasi minimalista, tuvo un cometido positivo, el del hermano del científico que, durante un experimento con el teletransporte, mezcla su organismo con el de un insecto. Ese mismo año intervino en la muy mediocre, empero taquillera, House on Haunted Hill (1958), haciéndose cargo del papel de un millonario dispuesto a pagar una importante suma a quien pase una noche en una casa embrujada. Estos títulos marcaron una nueva ruta en su carrera. A partir de ahí, Price prefirió ser estrella en películas de segunda a ser segundón en producciones de primera. Roger Corman lo llamó para protagonizar La caída de la casa Usher (1960), una atractiva adaptación del relato de Edgar Allan Poe a cargo de Richard Matheson, malograda por las escasas dotes narrativas del director.
En su autobiografía Cómo hice cien filmes en Hollywood y nunca perdí un céntimo, Corman escribía a propósito: "Con el [género de] terror, donde lo que se pretende es presentar un sueño interior o un estado psicológico, se tiene vía libre para utilizar cualquier técnica cinematográfica. Los únicos límites son la creatividad de cada uno, el calendario y el presupuesto". Corman no reconocía, no obstante, lo evidente: que él nunca anduvo sobrado de nada de ello. La caída de la casa Usher se rodó en tres semanas escasas con un coste en torno a los 200.000 dólares, pero recaudó casi dos millones en taquilla, y eso, y no otra cosa, dio luz verde al llamado Ciclo Poe, una serie de películas, más aparentes que sugerentes, inspiradas en relatos del de Boston y comentadas por Serrano Cueto en esos términos ofuscados e hiperbólicos que decía. Price colaboró en la práctica totalidad del ciclo: El péndulo de la muerte (1961), Historias de terror (1962), El cuervo (1962), La máscara de la muerte roja (1964) y La tumba de Ligeia (1965). Entre lo mejor de estos filmes, que aguantan muy mal un segundo visionado, se hallan las caracterizaciones del actor, es cierto, pero tampoco cabe exagerar. Corman lo convirtió en una especie de ornamento y, como si quisiera compensar la escasa enjundia dramática de estas empresas, lo instó a dejarse llevar por el histrionismo.
La suerte estaba echada, Vincent Price se había convertido en un icono del cine de terror de serie B y, en su condición de tal, aceptó infinidad de propuestas muy por debajo de su talento. Pero tampoco debemos incurrir en el victimismo: el actor participó alegremente de estos empeños crematísticos; en muchos de estos títulos no había ningún desafío actoral, ningún aliciente creativo, sino un modo de conseguir un dinero fácil sin exigirle demasiado al cuerpo. Sea como fuere, Vincent Price nunca perdió por completo su savoire faire y su figura ha ido cosechando firmes admiradores (y algún que otro espurio) desde entonces hasta hoy. Cerca del fin, el actor vería reverdecer los laureles de antaño gracias a los homenajes que le brindó Tim Burton en el mediometraje Vincent (1984), historia de un niño fascinado por el actor, y Eduardo Manostijeras (1991), en el cual interpretó al creador de la criatura protagonista. De haber seguido entre nosotros, habría cumplido cien años.
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