Las afinidades de Wim Wenders

Caja Negra reúne una miscelánea de textos del cineasta alemán que constituye un emocionado homenaje a las obras ajenas que lo ayudaron a dar forma a su particular poética de la mirada

Las afinidades de Wim Wenders
Manuel J. Lombardo

05 de junio 2016 - 05:00

Hace ya tiempo que perdimos la fe en el Wim Wenders cineasta, reconvertido en las últimas dos décadas en una suerte de embajador honorario de las instituciones europeas y entregado a una errática deriva neoacademicista de perfil romo y difuso, en un director que nos da la impresión de rodar ya sin remangarse ni mancharse, después de haber entregado algunas de las mejores películas de los 70 y 80 en un ciclo que culminaba con El cielo sobre Berlín después de abrazar los rescoldos de la modernidad sin dejar de guiñar el ojo al amigo americano, tan determinante en los años de formación.

Fue precisamente en esos años de juventud cuando Wenders empezó a publicar sus primeras críticas en Filmkritik, en una tarea, la de la escritura, que no ha abandonado nunca y sigue dando sus frutos en forma de artículos, textos para catálogos, discursos o conferencias, algunos de los cuales habían visto ya la luz en castellano en La memoria de las imágenes (Banda Aparte, 2000) y El acto de ver (Paidós, 2005).

Los asuntos y temas tratados en esos artículos no han sido exclusivamente cinematográficos. A Wenders le ha interesado siempre todo el espectro del arte como ámbito de reflexión, de la música rock a la fotografía, de la pintura a la moda, de la danza contemporánea a la literatura.

Caja Negra recopila ahora algunos de sus textos más recientes en este ameno y zigzagueante Los píxels de Cézanne cuyo subtítulo es ya toda una declaración de intenciones: "y otras impresiones sobre mis afinidades artísticas". Unas afinidades a las que el director de Alicia en las ciudades y Falso movimiento saca punta desde el propio acto de escribir. "Escribo, luego pienso", confiesa, "sólo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final". En efecto, en la escritura nítida y cadenciosa de Wenders puede sentirse el flujo y la forma de un pensamiento en construcción, el proceso mismo como estructura que da orden e ilumina las intuiciones, ese fogonazo que, por ejemplo, llega desde la potencia visual de la puesta en escena en los westerns de Anthony Mann o los estilizados melodramas en Technicolor de Douglas Sirk, o desde la proverbial capacidad para encontrar y contar historias de su amigo Samuel Fuller.

Junto a estos admirados autores del Hollywood clásico, Wenders también rinde tributo a tres grandes maestros del cine moderno europeo: Bergman, que marcó su primera gran revelación cinéfila; Antonioni, con quien colaboraría en el rodaje de Más allá de las nubes y a quien filmó vaticinando el futuro del cine en Room 666; y Manoel de Oliveira, a quien rodó imitando a Chaplin en Historias de Lisboa.

Otro director, tal vez el más grande de todos, es el último protagonista del bloque de textos dedicados al cine: Yasujiro Ozu, a quien Wenders buscó también en los rincones del Japón de los 80 en el documental Tokyo-Ga, y a quien rinde aquí homenaje a través de una precisa y emocionada descripción de su estilo y sus temas, que conectan, desde un extremo tan lejano, con los grandes temas universales del hombre.

No muy lejos del cine está la afinidad de Wenders por la pintura y la fotografía, y dentro de la primera, ningún pintor más influyente en su trabajo que Edward Hopper, "el gran narrador del lienzo", cuya luz, color y composiciones han sido siempre fuente de inspiración o cita en títulos como El amigo americano o París, Texas. Menos conocido, aunque igualmente importante dentro de la escuela realista norteamericana, Andrew Wyeth también es objeto del interés de Wenders en un artículo que, como casi todos los de este libro, busca describir la esencialidad y la personalidad única de una mirada.

Y en ese proceso que desentraña poco a poco la escritura, Wenders se pregunta, por ejemplo, cuál es el secreto de la mirada de Peter Linbergh, el fotógrafo de moda de las supermodelos de los años 80 y 90, un secreto, atisba el cineasta, que se encuentra en la manera en que ellas se entregan a su cámara, en la forma en que el fotógrafo "logra transformar a esas diosas en seres humanos, ¡sin ni siquiera rasgarles el aura!".

James Nachtwey, recientemente galardonado con el Princesa de Asturias de Comunicación, también se cuenta entre los fotógrafos admirados por Wenders, en su capacidad para adentrarse en el mismísimo "corazón de las tinieblas" de la guerra para erigirse en una mirada indispensable que se opone a su desastre desde su propia presencia y con el objetivo de restituir a toda costa la dignidad de las víctimas.

Algo más complejo, aunque igualmente directo y emocional, es el proceso a través del cual las coreografías y los bailarines de Pina Bausch subliman el lenguaje corporal en un arte narrativo. Wenders le dedicó su documental Pina, rodado en 3D en una experiencia pionera, y le dedica ahora un par de textos en los que revela su conmoción primera al ver su espectáculo Café Müller y articula su particular teoría bauschiana sobre la correlación entre motion y emotion, entre la emoción y el movimiento.

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