El carácter del granaíno (3): la inefable malafollá
Historias de Granada
Para Paco Izquierdo es una forma de ser que acompañará al granadino hasta la tumba y para Murillo Ferrol consiste en destruir al interlocutor la ilusión o el mito subjetivo
Felipe Romero estaba convencido de que la expulsión de los moriscos fue clave para la configuración de nuestra idiosincrasia
Granada/Cuando alguien me pregunta por la malafollá granaína lo primero que trato de aclararle que no sé exactamente lo que es, pero sí lo que no es. Por lo pronto un malafollá no es una persona con un talante seco, cortantes o arisco, como mucha gente cree. No tiene nada que ver con la falta de simpatía. No, de esas personas hay en todas partes y no coinciden exactamente con nuestro carácter. La malafollá granaína es otra cosa. Espero que cuando usted, querido lector, haya acabado este capítulo y el siguiente tenga una idea aproximada de lo que es.
Durante años he estado investigando sobre este rasgo idiosincrático tan nuestro que en algunos momentos nos hace diferentes a los demás. He escrito un libro sobre la malafollá, decenas de artículos y he mantenido muchas charlas con granadinos que creen conocer bastante el carácter de nuestros paisanos, entre ellos el siempre añorado Pepe Ladrón de Guevara, que escribió el primer tratado sobre esta particular manera de ser de los habitantes de la ciudad de la Alhambra. He oído varias definiciones de estudiosos del tema o de simples oteadores de la realidad que se han atrevido a dar una pincelada sobre la personalidad tan particular de los granadinos. He leído lo que piensan de nosotros los escritores, periodistas y poetas que nos han visitado. Y, por supuesto, tengo experiencias suficientes como para atreverme a decir que al granadino no le molesta en demasía que lo identifiquen con ese carácter que lo define.
Paco Izquierdo dice que "al granadino no le gusta que le llamen castrojo, versión especial de cateto, o moro por la tendencia a encerrar a la mujer entre las faenas caseras, pero que no le afecta tanto que le digan que es un malafollá". Hay muchos que lo consideran un halago porque piensan que es algo muy consustancial con la tierra en la que ha nacido. Además de existir varios libros que tratan este tema, con la marca 'Malafollá' hay un vino, una taberna, varias páginas webs, un personaje de cómic (Malafoiosky) y hasta una caseta en la feria que otorgaba distinciones. Marina Heredia y un servidor fuimos galardonados con el I Premio Malafollá, que recogimos con cierto orgullo.
También señala que la malafollá "es condicional de nación y sangre, como los títulos aristocráticos, y, contra lo que se afirma por profanos, ni es epidémica, ni mimética, ni siquiera imitable. El malafollá nace, no se hace, y el estilo le acompañará hasta la tumba". Para Izquierdo la malafollá es patrimonial y es precisamente esa característica atávica la que oscurece cualquier descripción del sujeto. Tanto él como Ladrón de Guevara sostienen que el gen de la malafollá lo pueden llevar los guapos y los feos, los hombres y las mujeres, los ricos y los pobres e, incluso, los simpáticos y los antipáticos, pues nada tiene que ver la malafollá con la falta de simpatía. "De índole, el malafollá es un bloque granítico, prototípico, si apenas concesiones o rasgos especiales, salvo el subproducto conocido por 'malafollaica', que es una degeneración tardía del arquetipo y apenas interesante".
Él sospechaba que el punto de partida viene de los primeros judíos que habitaron en Granada, teoría que ratificaba José Luis Serrano, novelista y catedrático de Derecho. Serrano estaba convencido de que a Granada le había quedado mucho de judía. Según él, los judíos tienen la misma actitud práctica y desencantada de los granadinos, forman parte de esa gente que mantiene una notable desconfianza respecto a las más nobles intenciones de los demás y siempre buscan los motivos concretos que se ocultan tras ellos. El añorado profesor Serrano decía que había conseguido encontrar similitudes entre el carácter de aquellos judíos que salían en las películas de Woody Allen con el de los granadinos que encontraba todos los días en la calle.
El no menos añorado Felipe Romero, autor de El segundo hijo del mercader de seda, estaba convencido de que la malafollá se implantó cuando expulsamos a los moriscos. Esta circunstancia fue una tragedia porque, escribe Felipe Romero, "sus campos quedarían abandonados, sus ganados sin pastores, las fraguas sin herreros, sin posibilidad de construir nuevas iglesias por la carencia de alarifes, las maderas se pudrirían en los cobertizos al no haber quien las tallase, las huertas de la Vega sin buenos hortelanos que sepan llevar el agua por acequias y atarjeas, y los tejedores, los tintorero, los tundidores, expulsados de la ciudad de la que ya no habría ni lana ni seda". Es decir, Granada era despojada de los hombres que la habían creado y tomada por hombres que no la entenderían nunca. Y eso imprime carácter, ese carácter neutro que da la amorfia de la sangre.
Ladrón de Guevara decía que el virus de la malafollá siempre estaba en los paritorios granadinos y que después de infectar al recién nacido se expandía por la ciudad con una facilidad tremenda. Él había situado en Puerta Real el kilómetro cero de la malafollá, de ahí que mucha gente confunda la estatua Caminante de Juan Antonio Corredor con un homenaje al granadino con ese carácter.
La definición más exacta
De entre todas las definiciones que he oído sobre la malafollá, hay una que me parece de las más apropiada. La dio el profesor Francisco Murillo Ferrol. Como apunté en un capítulo anterior, el catedrático dio un discurso con motivo de su nombramiento como doctor honoris causa de la Universidad de Granada sobre el carácter de los granadinos. Nunca dijo la palabra malafollá en su disertación, pero todo el mundo sabía que se refería a ella. Nos dice el profesor que por lo pronto no tenemos fama de expansivos, antes, al contrario, de retraídos y concentrados, por lo que nos distanciamos de la imagen usual del andaluza dicharachero y chistoso, tipo Cádiz o Sevilla.
El profesor Murillo Ferrol dijo en su famoso discurso que nuestra mala sombra consiste en la destrucción espontánea, sin mala intención, incluso cariñosa, del mito subjetivo, es decir, de la ilusión personal. "Se entiende, machacarle el mito al que va estrenando traje, al que presume de caballo, de casa, de coche, de libro. Incluso de mujer. El granadino le encontrará enseguida los vicios ocultos de la cosa: la arruga en la espalda, la mala cara, la cojera disimulada, y lo dirá incontinenti. Pocos mitos de la vida cotidiana pueden aguantar esta corrosión implacable".
Creo que lleva razón el profesor Murillo, para mí esa es la auténtica malafollá. Un día escribí una novela y la presenté con gran presencia de público. Muchos amigos y lectores estuvieron presentes y yo estaba totalmente satisfecho por mi obra. Hasta que al salir del acto de la presentación se me puso delante un lector y me dijo:
-Su novela está bien, pero tiene una errata en la página 47.
Seguro que me lo dijo sin mala intención, espontáneamente como dice el profesor Murillo, pero a mí me sentó como un tiro. ¡Me había destruido el mito subjetivo!
Hace solo unos días, iba caminado con el fotógrafo Andrés Ureña, cuando encontramos en los Alminares una frutería que resaltaba por la magnífica vista de la exposición en vertical de sus productos. El frutero había hecho un trabajo meticuloso y casi perfecto para lograr casi una obra de arte con las frutas. Mi tocayo sacó su cámara con la intención de fotografiar tan espléndida perspectiva. De pronto apareció un propio que al verlo enfocar la vistosa frutería exclamó con desgana y displicencia:
-¡Tampoco es pa tanto!
Y sin esperar una respuesta se marchó.
En mi libro El nuevo tratado sobre la malafollá pongo muchos ejemplos, aunque este es un tema inagotable. Hace poco Antonio Espina me contó que en un día de feria de hace tres o cuatro años entró con Antonio Cambril a una caseta a las cinco de la tarde y preguntaron al camarero sí tenía café. El camarero se quitó el palillo de la boca, miró para atrás y les dijo:
-¿Acaso no ves la máquina?
Mis amigos pidieron dos cafés y al terminar le dijeron al camarero si podía cobrarles.
-Claro, esa es la especialidad de la casa -dijo el camarero en tono displicente.
Así que el malafollá también tiene un recurso en el humor, aunque sea un humor de los que dan ganas de matar al que lo expresa.
A Baena, que tiene mesón en La Herradura, si alguien le pregunta si puede sentarse en una mesa que está libre, él dice secamente: ¡No!
Cuando el cliente está a punta de marcharse se lo explica:
-Se puede usted sentar en la silla, las mesas no son para sentarse.
Y se queda tan pancho.
Cuando estaban deshaciéndose de todo el material de la famosa librería Costales que había en Puerta Real, un amigo mío fue a comprar una pluma que estaba rebajada por antigua. Mi amigo la cogió y le preguntó al dependiente si la pluma todavía podía escribir.
-Hombre, por diez duros que cuesta no querrá usted que le escriba El Quijote -le dijo el dependiente.
Y el mismo Pepe Ladrón de Guevara cuenta cuando entró en un estanco a comprar puros y le pidió al dependiente, por favor, que no estuvieron secos, que estuvieran frescos. Cuando entró a la trastienda oyó al estanquero decirle a la mujer.
-Ahí hay uno que quiere los puros frescos. Este se cree que aquí vendemos boquerones.
Juan Ramón Jiménez cuenta en Olvidos de Granada que supo de la famosa malafollá granaína cuando entró en una tienda de cerámica a la hora de la siesta y preguntó por el precio de un botijo que estaba en lo alto de una estantería:
El vendedor despertó de su siesta, miró hacia donde estaba el botijo y exclamó:
-Ese no se vende.
Después siguió durmiendo.
Miguel Ríos, en su libro autobiográfico Cosas que siempre quise contarte, dice que para él el ejemplo más claro de un malafollá lo tiene en aquel que se encuentra con un amigo y le pregunta por cómo le va la vida. Enseguida el interpelado piensa: "¿Tú quieres que te cuente mis penas? Pues te va a entretener tu puta madre".
"Lo tengo claro, el granadino puede ser afectuoso, amable e incluso puede derrochar afecto. Pero hay un punto en él que lo hace todo lo contrario. Lo llaman malafollá, pero yo creo que es que tiene un sexto sentido para detectar que está siendo obviado. Entonces se vuelve casi intratable, muy orgulloso. ¿Qué se habrá creído ese?, piensa cuando ve a alguien que no le ha saludado", dice el cantante granadino.
El escritor Enrique Padial ha escrito que, a veces, el malafollá tiene un punto de envidia que muestra cuando alguien ha llegado a un estatus que él no ha podido llegar. Y pone un ejemplo:
-¿Te has enterado de que Fulanico ha sacado las oposiciones Notarías?
A lo que el malafollá responderá:
-¡Míralo… y parecía gilipollas!
¿Hay envidia?
Murillo Ferrol se lo pregunta: "¿Hay en la malasombra granadina un fondo de envidia? ¿Hay un inconsciente colectivo de mala intención? ¿O es el intento de aplicación de un rasero igualitario: la igualación por los defectos? ¿Es el resultado de la lejana convivencia de gentes de distinta religión, al menos presuntamente? ¿Quién o qué nos ha infiltrado ese rasgo, que en definitiva supone una específica concepción del mundo? Una visión pesimista y desengañada, en la que se espera que siempre alguien o algo haya estropeado el más flamante de los trajes, la más hermosa de las novias o la más amable de las situaciones".
Este mismo profesor dice que a este rasgo malafollesco del granadino hay que añadir otro relacionado con cierto recelo ante el futuro; como un temor vago a lo imprevisto, a lo que pudiera tener mal final. "Para mí se resume todo en la conocida anécdota, repetida en la entrada del Colegio Mayor de Santiago, donde el portero, con su apodo, contestaba cada mañana a los saludos de los jóvenes colegiales que salían: ¡Buenos días, Manuel!, con un severo ¡A la noche lo veremos!".
Para este sociólogo nos afecta el pudor de lo patético, hasta el punto de afectar cierto estoicismo, o al menos aparentar que no es con nosotros. "Simulamos un distanciamiento de las cosas y de las situaciones. Carecemos de la extroversión de otros andaluces. El ser taciturno y parco en palabras es uno de nuestros principales contrastes con el andaluz occidental, incluido el cordobés. El granadino carece de facundia, salvo quizá cuando, irritado, maldice. Su humor es socarrón y a veces se le ve gotear por dentro, delatado por la mirada irónica y acaso sarcástica. No es inofensivo este humor. Erosiona bases importantes de la persona. Su entidad misma, tal vez. Solemos ser mal pensantes. Y con frecuencia, si manifestásemos el humor, sería un problema de Juzgado de guardia".
Lo dicho, un humor de los que da ganas de matar al que lo exhibe.
Nicolás María López Calera, en su libro El ser granadino, dice que el carácter de sus paisanos "se construye básicamente desde nuestras negatividades". Y el médico y ensayista Antonio Campos afirma que quizás el origen de ese carácter "hay que buscarlo freudiana e históricamente en la sucesiva frustración de los dos más importantes proyectos para la ciudad, que el azar y el destino nos brindó en el curso de la historia: la Granada nazarí y la Granada de los Reyes Católicos y el emperador Carlos V". Para el estudioso ambos proyectos urbanos "quedaron interrumpidos por decisiones tomadas desde fuera y eso acarreó esa negatividad y el origen de nuestro continuo y mantenido fatalismo".
Y a todo esto apareció el cura Fonseca, considerado el prototipo de malafollá, del cual escribiré en el próximo capítulo.
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