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El espejo de lo maravilloso | Crítica
El espejo de lo maravilloso. Pierre Mabille. Prólogo de André Breton. Trad. Adrià Pujol Cruells. Atalanta. Girona, 2024. 416 páginas. 34 euros
Médico y hombre de letras, devoto del hermetismo y aficionado a las ciencias ocultas, Pierre Mabille fue un escritor heterodoxo e inclasificable que entró en contacto con los surrealistas a mediados de los años treinta y formó parte del consejo editorial de la emblemática revista Minotaure (1933-1939), perfecto paradigma de una confluencia de intereses que abarcaban la etnografía y su fascinación por las culturas primitivas, el arte moderno y sus derivaciones, el psicoanálisis y la poesía de corte irracionalista, bajo el signo de la figura mitológica híbrida que ejemplificaba el conflicto o la coexistencia entre los impulsos apolíneos y dionisiacos. Todos estos intereses, engarzados en un discurso programático con fondo de poética, están presentes en este libro que sólo conocíamos por referencias y ve la luz en español, traducido por Adrià Pujol, de la mano de Atalanta, sello especialmente receptivo a las propuestas que transmiten una visión distinta o alternativa a la entronizada por los cánones y las convenciones de Occidente.
Publicado por primera vez en 1940, en una edición con cubierta de Yves Tanguy que incluía siete dibujos de André Masson, el libro fue reeditado en 1962 con un prefacio, añadido también a la versión española, de André Breton, nombres todos que dejan ver la estrecha relación de Mabille con el surrealismo. De hecho en ese preliminar, donde rinde homenaje al amigo fallecido hacía entonces una década, el teórico y artífice del movimiento habla de una obra fundamental para comprender su espíritu: “Nada define mejor lo maravilloso –afirma con distinción reveladora– que su oposición a lo fantástico”, una categoría, relacionada a juicio de Breton con la “ficción intrascendente”, que habría sustituido a la anterior en el uso de los contemporáneos. En Le Miroir du Merveilleux, debido a un explorador, como lo define el autor de Nadja, “en el pleno sentido de la palabra”, familiarizado con el “sentido simbólico del lenguaje antiguo”, Mabille reunió no un mero florilegio de bonitos relatos, sino una colección de enigmáticos mapas, así calificada por él mismo, que discurren al margen de las rutas oficiales, “desde la cartografía de los sentimientos apasionados hasta el planisferio celeste, pasando por los diagramas en los que los piratas representaban la ubicación de su tesoro enterrado”. Es decir oculto, o no apreciable a simple vista. La poco convencional antología ofrece un itinerario lleno de sugerencias.
Parte de una “búsqueda sin fin”, la selección, necesariamente arbitraria, como concede el propio Mabille, parte de la relación etimológica, no meramente aliterativa, que mantienen las palabras del título, donde lo admirable se enfrenta o confunde con su reflejo. La imagen especular, de larga y honda tradición, vinculada aquí al “centro del inconsciente, a los orígenes del sueño, al lugar donde el deseo alcanza a expresarse de manera confusa”, inaugura el recorrido de la mano de la Alicia de Lewis Carroll y su “deconstrucción de la lógica”. Pero lo maravilloso, dice, está en todas partes, pues “no hay diferencia fundamental entre los elementos del pensamiento y los fenómenos del mundo, entre lo visible y lo comprensible, entre lo perceptible y lo imaginable”. Frente a los “juicios utilitarios” y la “escala de los valores morales” se situaría lo que Mabille –en una de las colaboraciones incluidas en la mencionada revista Minotaure, precisamente la titulada Miroirs, recogida por Breton al final de su prólogo– llamaba el “rojo fluir del deseo”.
Los mitos de la creación y la destrucción del mundo, la invitación a superar la “arbitraria separación entre la realidad y el sueño” para atravesar los elementos e incluso la muerte, las etapas del “viaje maravilloso”, la predestinación de los elegidos y la búsqueda del Grial, son los temas que dan título a los capítulos, dispuestos de un modo poco sistemático que discurre por asociaciones, a veces demasiado vagas, y anota como al paso intuiciones o vislumbres. Mabille se apoya en pasajes de autores antiguos, medievales, modernos y contemporáneos, Platón, Ovidio, Apuleyo, Chrétien de Troyes, Tasso, Goethe, Maturin, Blake, Poe, Rimbaud, Lautréamont, Meyrink, Kafka, Fargue, Éluard o Julien Gracq, sin dejar de lado las aportaciones de los textos sagrados, el folclore y la cultura popular –reserva espiritual de la humanidad primigenia– que en forma de leyendas indias, mayas, tibetanas o finlandesas, de historias de zombis haitianos o de cuentos persas, árabes o aborígenes de Australia, ofrecen un marco para lo que Breton, también presente en el recuento, llama la “comprensión sintética del mundo”. Como en otros analistas del inconsciente, subyace la idea de una profunda unidad, no ajena a la convicción de que los viejos mitos, una vez actualizados, pueden transformarse en “realidades vivas”.
De forma no injustificada, la posteridad ha proyectado una imagen más bien antipática de André Breton, descrito a menudo como un pope fanático e intransigente que instauró una especie de dictadura en el orden estético, amparada en maneras inquisitoriales que castigaban la desviación de la ortodoxia representada por él mismo. Es indudable que su acción estuvo presidida por un comportamiento arrogante y sectario, pero sería injusto no valorar la novedad que trajo su mirada en múltiples direcciones, a veces banales o anecdóticas, a veces fecundas. Con su insistencia en el componente irracional, la corriente surrealista abanderaba de hecho un nuevo romanticismo, de ahí las dificultades que encontraron sus valedores a la hora de adecuar esos principios espirituales, lindantes con el pensamiento mágico, a la supuesta cientificidad del materialismo marxista, por la época de su fatal idilio con la tiranía soviética. “Lo maravilloso es siempre bello, cualquier maravilla es bella, incluso sólo lo maravilloso es bello”, había afirmado Breton en el primer Manifiesto del Surrealismo (1924), precisando que en la realidad cotidiana podían atisbarse las señales de mundos ocultos. Siempre hubo un fondo esotérico en la escuela surrealista, que tenía algo de religión sustitutiva, caracterizada por un sincretismo caprichoso que dio sus mejores frutos en el arte y la literatura. Cuando fue más allá, su ambiciosa propuesta regresiva, en razón de su propia mística destructora, apenas dejó otra cosa que escombros.
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