Las mujeres de Joyce
Gallo Nero reúne en una miscelánea fotografías y semblanzas de los años parisinos del escritor irlandés junto con un estudio sobre la promoción del 'Ulises' en Estados Unidos
No es necesario ser especialmente joyceano para sentir fascinación por una figura, la del obstinado irlandés que acabó de dinamitar la novela del XIX, por muchos conceptos admirable. Los muy devotos del Ulises no necesitan de más razones que el libro, algo parecido a una Biblia moderna. Quienes apreciando lo que tiene de excepcional no llegamos a comulgar del todo con la manera de Joyce, necesitamos de otros alicientes para sumarnos al culto y estos nos llegan desde varias vías. En el caso de este lector, uno siente debilidad por las valerosas mujeres que acompañaron al exiliado y consiguieron, con su fe ciega en el genio de aquel hombre imposible, la hazaña extraordinaria de dar a luz un volumen por el que no era fácil apostar y menos aún cuando estaba claro, incluso para su círculo de admiradores, que la obra provocaría el escándalo de jueces e inquisidores y no tendría, en principio, una repercusión favorable, fuera de los reducidos pero prestigiosos ambientes que frecuentaba el propio Joyce.
Las mujeres de Joyce serían por lo tanto no su leal compañera y finalmente esposa Nora Barnacle, la campesina de Galway que lo aguantó durante tantos años, ni algunas de las jóvenes, amantes o no amantes, que atrajeron la atención del escritor, entre ellas Gertrude Kaempffer, Amalia Popper o Martha Fleischmann, sino una serie de arrojadas pioneras que demostraron talento, sensibilidad y constancia a la hora de apoyar a Joyce durante el tortuoso itinerario de un autor caótico que estuvo siempre al borde de la ruina: su mecenas y luego albacea literaria Harriet Shaw Weaver, que publicó el Retrato del artista adolescente por entregas -en su revista The Egoist- y cuya generosidad traspasó todos los límites; su editora la librera Sylvia Beach, que publicó el Ulises por su cuenta cuando nadie se atrevía a hacerlo por temor a las consecuencias; o la íntima amiga de esta, la también librera Adrienne Monnier, que coordinó junto a Valery Larbaud a los responsables de la traducción francesa.
En los últimos años hemos podido acceder a dos valiosos libros de recuerdos donde estas últimas hacían recuento de su trayectoria, ligada a la de Joyce y a la de otros muchos escritores del París de entreguerras: Shakespeare & Company (Ariel) de Sylvia Beach y Rue de l'Odéon (Gallo Nero) de Adrienne Monnier, en los que el irlandés aparecía como una de las figuras estelares. Conocemos ahora, también de la mano de Gallo Nero, un hermoso volumen misceláneo compuesto por el tributo de otras fieles admiradoras de Joyce: la narradora norteamericana expatriada Verna Beatrix Carleton, que firma una evocadora semblanza -James Joyce en París: sus últimos años (1965)- dedicada a la memoria de Monnier y Beach y prologada por Simone de Beauvoir; la fotógrafa francoalemana Gisèle Freund, autora de una crónica -Fotografiar a Joyce (1965)- que se acompaña de seis famosos retratos del escritor realizados en 1938, con vistas a la promoción del inextricable Finnegans Wake; y la profesora estadounidense Catherine Turner, autora de un interesante texto -originalmente publicado como capítulo de una obra mayor dedicada a analizar el "arte de vender" el Modernismo- que titula Cómo disfrutar la gran novelade James Joyce, 'Ulises' (2003), recogiendo la frase literal que aparecía en un anuncio de la Saturday Review of Literature de febrero de 1934.
La reciente edición española de las memorias de Bennet Cerf, Llamémosla Random House (Trama), permite confrontar los recuerdos del editor norteamericano del Ulises con el relato de Turner, que analiza con gran lucidez la estrategia publicitaria y su impacto entre los lectores estadounidenses, muy representativo, a juicio de la estudiosa, del cambio de mentalidad que tiene lugar entre los años 20 y 30, cuando Joyce pasa de ser una celebridad maldita a convertirse en un autor de éxito, aunque el proceso se presenta rodeado de paradojas. El libro podría haber incluido pasajes de las citadas memorias de Beach y Monnier, aunque para ser justos habría que mencionar asimismo, entre las benefactoras de Joyce, a la norteamericana Maria Jolas (née McDonald), cuyo marido, Eugene, aparece junto al escritor en uno de los retratos de Freund. Ambos apoyaron a Joyce cuando miss Weaver, desalentada ante el galimatías de su Work in Progress, se distanció de su protegido. En un momento de zozobra y refiriéndose a Finnegans Wake, Joyce le confesó a esta última: "Quizá sobreviva, quizá la locura delirante que escribo sobreviva y quizá sea divertida". Aún hoy nos queda la duda.
AA. VV. Prólogo de Simone de Beauvoir. Trad. Regina López Muñoz. Gallo Nero. Madrid, 2013. 124 páginas. 18 euros
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