Los jóvenes y París

Festival de Granada. Orquesta de París. Klaus Mäkelä (II) | Crítica

En su segunda comparecencia con la Orquesta de París, Klaus Mäkelä rinde homenaje a la Ciudad de la Luz

Klaus Mäkelä con la Orquesta de París en su segunda actuación en el Palacio de Carlos V
Klaus Mäkelä con la Orquesta de París en su segunda actuación en el Palacio de Carlos V / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)
Pablo J. Vayón

01 de julio 2024 - 11:40

La ficha

ORQUESTA DE PARÍS

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73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Orchestre de Paris-Philharmonie. Director: Klaus Mäkelä.

Programa:

Ígor Stravinski (1882-1971): Petrushka [1911; versión de 1947]

Claude Debussy (1862-1918): Prélude à l'après-midi d'un faune (Preludio a la siesta de un fauno) [1894]

Wolfgang A. Mozart (1756-1791): Sinfonía nº31 en re mayor KV 297 (300a) París [1778]

Lugar: Palacio de Carlos V. Fecha: Domingo 30 de junio. Aforo: Casi lleno.

Stravinski tenía la edad de Mäkelä (28 años) cuando Petrushka se presentó dentro de la temporada parisina de los Ballets Rusos de Diáguilev en la primavera de 1911. Debussy había cumplido ya 32 cuando en diciembre de 1904 la parisina Orquesta de la Sociedad Nacional de Música estrenó su Preludio a la siesta de un fauno. Mozart ofreció su Sinfonía París en junio de 1778, dentro del ciclo de Le Concert Spirituel, cuando contaba con 22 años de edad. Esta confluencia de talentos jóvenes (los compositores y el director finlandés) marcaron, tanto como la elección de París como centro neurálgico del repertorio escogido, la segunda comparecenica de la orquesta de la capital francesa en el Palacio de Carlos V.

Todo un homenaje de la Orquesta de París a su ciudad de origen, en el que el conjunto mostró su mejor cara. Si ayer hice varias objeciones a su primera actuación (por el empaste en determinados pasajes, ciertas irregularidades de algunas secciones en otros y el puntual pero llamativo error de un solista), esta vez conviene reflejar desde el principio que el conjunto brilló casi sin fisuras en la poco más de hora de música programada. El empaste de la cuerda resultó extraordinario y todas las secciones rindieron a un altísimo nivel, con una gran flexibilidad, atentas siempre a las indicaciones de la batuta. La partitura del ballet completo de Petrushka (en la versión que Stravinski retocó en 1947) fue un campo magnífico para apreciar las virtudes del conjunto. El equilibrio entre familias y la transparencia lograda hay que ponerla en el haber de Mäkelä, que volvió a seducir desde el podio con su gesto expresivo y empático, cuidando al máximo las dinámicas y atendiendo a todos los matices de la partitura, que no son pocos en una obra que elude tanto el cromatismo poswagneriano como el difuminado debussysta para asentarse en un dinamismo constante, que apunta al ritmo como parámetro dominante y recurre a la politonalidad y la polirritmia en no pocos pasajes.

La música del recién estrenado siglo XX estaba experimentando con dar prevalencia a dos parámetros que hasta ese momento la música occidental había mantenido en segundo nivel: el timbre y el ritmo. Y esos fueron los elementos que Mäkelä pareció enfatizar en su minucioso acercamiento a la obra stravinskiana. El timbre, permitiendo lucirlo a los solistas del conjunto gracias a una claridad soberbia en la estratificación de los planos sonoros y el tratamiento textural; el ritmo, potenciando los efectos percutivos (incluidos los del piano: estupendo Jean-Baptiste Doulcet). Ejemplos pueden ponerse muchos: esa flauta solista generando el ambiente misterioso que precisa la entrada en la barraca de feria al principio de la obra o la trompeta en una espectacular danza de la bailarina, seguida por un vals distorsionado no sólo rítmicamente, sino por el empleo a la vez de un expresivo rubato. Un momento significativo fue también todo el segundo bloque (el que transcurre en el cuarto de Petrushka y correspondería al movimiento lento de una sinfonía, pues la obra tiene una estructura formal clásica), un bloque en el que las tonalidades chocan entre ellas y, con los ecos de una trompeta y de las maderas en mil juegos polifónicos, el piano crea una auténtica fantasía onírica con arpegios de naturaleza puntillista. Inmediatamente, los metales y la percusión pasaron a primer plano para dibujar la amenaza del moro. Fueron admirables también las transiciones: si Mäkelä cuidó especialmente las progresiones dinámicas, con infinidad de matices aquí y allá, en muchos pasajes de transición apostó por una cierta uniformidad que, en sus insistentes repeticiones, fue capaz de generar expectativas emocionales en el oyente: así en el paso, al final, de la escena del campesino con su oso a la danza de las gitanas con un aleteo en las maderas que luego se mantuvo como ostinato de fondo para crear un efecto mágico. Petrushka fue, en mi opinión, el punto álgido de la participación de la Orquesta de París en el Festival de este año y quizás los aplausos del público fueron menos entusiastas de lo que pudiera haberse esperado.

Tras un larguísimo descanso, Debussy sonó a otra cosa. Su Preludio a la siesta de un fauno es obra cumbre (y a la vez, fundacional) de la modernidad, a la que abre la puerta en 1894. Desde el célebre solo de flauta del arranque, que se presenta con un intervalo melódico ligeramente disonante (tritono descendente), el timbre se convierte en un elemento clave de la partitura, en la que, a través de la figura del fauno de Mallarmé (uno de cuyos poemas inspira al compositor) se oponen instinto (maderas) y razón (cuerda), una metafórica dualidad que la música occidental arrastra desde la Grecia clásica. El director finlandés optó una vez más por una interpretación de tempi más bien lentos, depuradísima claridad textural y un control absoluto sobre las dinámicas, especialmente en torno a la gama del piano. La orquesta parisina volvió a lucir en todo su esplendor.

Cambio de timbales y reducción notable de la cuerda para la obra final del programa, la Sinfonía París de Mozart. Así y todo, quedó una cuerda de notable tamaño (ocho violas, seis violonchelos, cuatro contrabajos; desde mi butaca no veía bien a a los violines, pero pudieron ser 14-12, perfectamente), lo que desequilibró algo el conjunto en perjuicio de las maderas, por más que Mäkelä se esforzara una vez más en buscar una claridad que funcionó especialmente en el Andantino, convertido en puro rococó. El director finlandés usó acentos punzantes desde el mismo arranque de la obra, aunque su fraseo estuvo lleno de sinuosidades más que de articulaciones cortantes. Significativa resultó su apuesta por los contrastes de dinámicas, muy marcados a lo largo de toda la interpretación, pero en ningún sitio tanto como en el crescendo del arranque del tercer movimiento. No está mal este tratamiento del volumen orquestal si tenemos en cuenta que Mozart llegó a París desde Mannheim, cuya orquesta había puesto de moda este tipo de contrastes, hasta el punto de que los crescendi se aplaudían. No fue así en Granada, aunque el público insistió en hacer salir al director varias veces hasta que se decidió a repetir el Allegro final de propina.

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