El piano de Schubert canta en los Arrayanes

Festival de Granada. Paul Lewis (III) | Crítica

La integral de las Sonatas para piano de Schubert que hace Paul Lewis se trasladó el lunes al Patio de los Arrayanes

Paul Lewis en el Patio de los Arrayanes
Paul Lewis en el Patio de los Arrayanes / Fermín Rodríguez (Festival de Granada)
Pablo J. Vayón

02 de julio 2024 - 11:16

La ficha

PAUL LEWIS

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73 Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Paul Lewis, piano.

Programa: Integral de las sonatas completas para piano III

Franz Schubert (1797-1828): Sonatas para piano nº4 en la menor D.537 [1817], nº9 en si mayor D.575 [1817] y nº18 en sol mayor D.894 [1826]

Lugar: Patio de los Arrayanes. Fecha: Lunes, 1 de julio. Aforo: Lleno

El traslado del recogido Patio de los Mármoles al abierto Patio de los Arrayanes tuvo sus efectos acústicos en esta histórica integral de las Sonatas pianísticas de Schubert que está ofreciendo el Festival. De repente lo que en el Hospital Real sonaba cercano y cerrado, autosuficiente, en la Alhambra se abría y expandía, dejando el regusto de algo que flota, más inasible. Sonoridades diferentes (buenas en ambos casos, yo diría que casi milagrosa la de los Arrayanes) para un mismo pianista, que insistió en las claves de lo que ofreció en sus dos anteriores sesiones, en las que combinó el predominio de la melodía con la atención detallista a la arquitectura de las obras.

En la D.537 que abría la sesión la atención pareció puesta más en este segundo aspecto, pues Lewis no dejó de reconocer la herencia del impulso beethoveniano en el enérgico primer tema y se esforzó por contrastar este vigor con la quietud del segundo tema. Una vez más, el tratamiento de dinámicas y el uso inteligentísimo del silencio reforzaron este juego de contrarios. El Allegretto quasi andantino se había escuchado ya de propina en la anterior sesión de la integral, y el pianista británico volvió a dar con él una majestuosa lección de canto al piano, pues el movimiento es casi un lied sin palabras, que además está repleto de modulaciones, como buscando dibujar con más precisión y colores variados los afectos del (sólo supuesto) poema, y por eso las texturas se clarificaron y la articulación se hizo más cortante, como dando valor a cada palabra. El final de la obra resulta un tanto extraño tanto expresiva como formalmente (elude el desarrollo) y acaba por dirigirse de forma abrupta hacia la luz del modo mayor, lo que propició un pequeño accelerando en crescendo del pianista, acaso no tan interesado por este movimiento.

Siguió la D.575, una obra amable, alegre, despreocupada, por más que los juegos modulatorios le otorguen esa plasticidad tan schubertiana, esa forma de inquirir más que de afirmar, que deja siempre en vilo al oyente, incapaz de predecir qué camino tomará el discurso. Lewis la enfocó una vez más desde el punto de vista del canto, haciendo del silencio y de las retenciones una parte importante de su propuesta. Especial atención merece el Scherzo, que es casi una pieza de música ligera (casi admitiría la calificación de im Volkston que se pone a los lieder de inspiración popular), una levedad que el pianista británico elevó a categoría de pequeña joya de orfebrería al variar sutilmente cada repetición del tema principal y contrastar este con el Trío de forma rotunda: en el alargado silencio previo a la última repetición (que fue casi la que haría el trovador agotado por una tonada que quiere terminar en punta) se resume la elocuencia de las interpretaciones que Lewis está dejando de esta integral.

Ese discurso elocuente, con sus dudas, sus silencios, sus exaltaciones y sus arrebatos de cólera o melancolía alcanzó su punto álgido en la D.894, favorita de muchos grandes pianistas (incluido el propio Lewis). El pianista se sentó y dejó que el silencio se extendiera por el patio antes de acometer la obra con una expresión de una hondura cantábile maravillosa. Ese primer extensísimo movimiento (casi veinte minutos) fue un prodigio que lo contuvo todo, como el aleph de Borges, una esfera cuyo centro está en todas partes. Y es que todos los recovecos expresivos imaginables se recorrieron en una interpretación que contrastó las dinámicas hasta el límite (Schubert llega a escribir un pasaje con fff), se articuló de manera exquisita y cantó y cantó, lo mismo en las insistentes repeticiones del serenamente melancólico motivo de partida que en todos los que le fueron saliendo al camino para reafirmarlo o contradecirlo. Pequeños efectos de adelgazamiento de notas (puede que conseguidos con el pedal izquierdo, pero de donde estaba sentado no le veía los pies) crearon una resonancia especial con la arquitectura y esa lámina de agua reflejada en la piedra. Luego la Sonata siguió, pero, a qué engañarnos, lo mejor había sido ya dicho de manera por completo embriagadora. En el Andante, Lewis buscó efectos de contraste en las articulaciones (primer tema, legato y el segundo, mucho más en staccato) y supo matizar las modulaciones con pequeños detalles (un diminuendo aquí, un rubato allá). El Minueto se presentó con auténtica categoría de Scherzo por el sentido dramático que el británico le otorgó y el contraste muy marcado con el intimista y cantarín Trío, tocado entre el piano y el pianissimo. Al final del camino, el Allegretto se lanza hacia una afirmación serena y luminosa, que Lewis pareció querer negarle al crear en el oyente, con expresivas retenciones, la sensación permanente de duda, acaso de onírica fantasía. Porque el Schubert de Lewis canta, sí, pero también pregunta, insistente, enigmáticamente.

Como en sus anteriores recitales, quiso el pianista de Liverpool adelantar en la propina algo del próximo, que será el último, este martes también en los Arrayanes con un programa monumental que contiene las tres últimas grandes sonatas del vienés. El adelanto fue el brillante Scherzo de la D.960, acaso equívoco reclamo para una sesión que se prevé tempestuosa.

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