Una personalidad inesperada

Sierra Nevada fue el paisaje que dejó en el artista la huella más profunda.

M. De La Corte / Granada

04 de octubre 2011 - 07:47

Acostumbrados al pintor extrovertido y optimista, Sorolla mostró en Granada una personalidad inesperada. En comparación con las ciudades que sí aparecen en sus catorce frescos de la famosa Visión de España que pintó para la Hispanic Society of America de Nueva York, las 46 obras que realizó aquí muestran al artista con un evidente aire de melancolía. Para Eduardo Quesada, comisario de la exposición Sorolla en Granada, "al pintar los paisajes de Granada Sorolla pintaba su estado de ánimo. Esta ciudad fue para él una especie de espejo interior".

Mientras con Sevilla, Toledo o Ávila el pintor transmitía la sensación de una visión de España alegre y esperanzadora -con paisajes predominantemente humanos-, en Granada eligió los paisajes solitarios -sólo hay alguno en donde sí aparecen figuras, pero muy difuminadas-. Aquí son "paisajes de cipreses, de horizontes muy amplios, de la Sierra como algo muy lejano y a la vez muy presente. Una imagen sobrecojedora pero con un punto sublime...". Por este otro Sorolla, el artista nostálgico, Quesada explica que "nos encontramos con un pintor más complejo, menos unívoco y más tornasolado". Sin dejar de ser Sorolla "aquí tiene un punto decadentista. Nos encontramos con aspectos inesperados en él, como que encuentre la belleza en un día nublado en el Patio de los Arrayanes. Cualquier cosa que pintase, aunque fuera el motivo más estático, solía expresar dinamismo, pero de pronto no; de pronto ve belleza en una especie de quietud que tiene un germen de inquietud".

Aunque la mayoría de las obras que pintó en Granada no están firmadas ni fechadas, las cartas que envió a su mujer Clotilde García del Castillo describen algunas de las emociones que vivió en la ciudad, como la enorme impresión que le causó Sierra Nevada en su primer viaje de tan sólo un día y medio en 1902. Aunque visitó otras provincias como Cádiz y Sevilla, y también paseó por la Alhambra y la ciudad, fue Sierra Nevada y "nada más" lo que le dejó "estupefacto". Lo subrayaba en la carta. Quizás, explica Quesada, debió sentirse identificado con las tonalidades de aquellas montañas que nunca pisó pero que admiró profundamente.

Volvería en 1909, a finales de noviembre, acompañado por su discípulo Tomás Murillo, quien le ayudaba a transportar el material. En este segundo viaje pintaría catorce cuadros en un constante ir y venir buscando la luz precisa. El 12 de febrero de 1910 Sorolla regresó a Granada, pero esta vez acompañado por su esposa, sus dos hijas y una discípula estadounidense, Jane Peterson. Es la estancia de la que menos detalles han quedado puesto que no tuvo que contárselo a Clotilde.

Aunque quiso volver ese mismo otoño, finalmente cambió de opinión. No sería hasta 1917 cuando volvería para pintar a Alfonso XIII en un retrato de caza -algo que no haría al final-. Sorolla acompañó al séquito a Láchar y pocos días después volvería él solo a Granada, al Palace, para volver a pintar sus paisajes. En ellos se intuye el cansancio y un cierto aire final.

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