Pilar Cernuda
¿Llegará Sánchez al final de la legislatura?
A cámara lenta
Kiev. 1930. Un hombre avanza alegremente por un camino agrícola, bailando sonriente al son de una música que, si bien no profiere sonido alguno, podemos escuchar perfectamente gracias al ritmo de sus pasos y a la extraordinaria calidad visual de la imagen. El efecto flou impregna los confines del plano, dejándolo envuelto en un halo misteriosamente poético.
Repentinamente, se siente una detonación y el hombre cae fulminado al suelo. La cámara, distante, no hace ningún esfuerzo por acercarse, pues poco o nada puede hacer para salvar al joven, cuyo destino estaba sellado. ¿De dónde vino el disparo? ¿Quién y por qué acabó con la vida de nuestro protagonista? Pronto sabremos el motivo, pues poco después, el padre del muchacho, roto de dolor y, habiendo perdido la fe, dice a sus camaradas: "Si es que mataron a mi Vasily por una vida distinta, os pido enterrarlo de una manera distinta".
La secuencia anteriormente descrita forma parte del filme silente La tierra (Zemlya, 1930), la obra maestra del realizador soviético Alexandr Dovzhenko. Casi cien años más tarde, a día de hoy, asistimos a un escenario similar emplazado en el mismo lugar. La imagen, en esta ocasión, se desliga de su efecto lírico y se nos muestra en toda su realista crudeza: un tanque de guerra envuelto en una nube de humo, al costado de un camino, que bien podría ser el mismo de la secuencia del filme. Parece como si la detonación, al conquistar un mayor alcance, hubiera despojado a la imagen anterior de toda su poética intrínseca.
Si bien es cierto que el contexto que recoge ambas imágenes es muy diferente, en el fondo sendos conflictos hablan de lo mismo: la intolerancia. En efecto, el personaje de Vasily, uno de los protagonistas colectivos del filme de Dovzhenko, es asesinado por pensar diferente, como afirma su padre, pues se erige como uno de los cabecillas que acogen con entusiasmo el proceso de industrialización y colectivización agraria en la U.R.S.S. del primer tercio del pasado siglo. Sin embargo, existe una razón añadida: no sólo muere por cómo piensa sino también por cómo expresa aquello que piensa. "De noche venía, cantando y bailando", confiesa desesperado su asesino. En este sentido, su asesinato tiene lugar mientras celebraba, con alegría, que el éxito conseguido no es una victoria individual, sino colectiva.
Pero la razón tiene múltiples caras. Ya lo advirtió Jean Renoir en una recordada reflexión, expresada por su personaje de La regla del juego (La règle du jeu, 1939): "Ya ve, en este mundo hay una cosa horrible, y es que todos tienen sus razones". Por este motivo, La tierra, una producción enclavada en el marco del realismo socialista que implicaba un dirigismo muy acentuado para la mayoría de realizadores bajo el régimen de Iósif Stalin, se desmarca sutilmente del discurso, componiendo, en mi opinión, un nuevo lenguaje de resistencia: la belleza.
Y es que Dovzhenko, anticipando algunos años la consigna renoiriana anteriormente expuesta, sabe que la única forma de hallar la verdad reside en la belleza de las imágenes. En efecto, comentó en una ocasión: "Si fuera necesario escoger entre verdad o belleza, elegiría la belleza, pues en ella existe una mayor y más profunda existencia que en la cruda verdad. La existencia reside únicamente en lo bello".
Ciertamente, La tierra es una de las películas más hermosas de toda la Historia del Cine. El lirismo que respira cada imagen es penetrante y profundo, tanto en su irradiación plástica como en la poética de su significado, hasta llegar por momentos a cierta abstracción visual. No obstante, el filme comienza de forma sorprendente, pues resulta extraordinariamente atrevido abrir la narración con el proceso de deceso de un anciano que, lejos de suponer una muerte violenta, está llena con la paz y calma de quien entiende este trance como una circunstancia más de la vida. El cine soviético, pionero del montaje ideológico contrario a la narración institucional, también invierte la clásica estructura narrativa de planteamiento, nudo y desenlace, que encuentra en La tierra uno de sus paradigmas menos discutidos.
La verdad, como asegura Dovzhenko, se halla en la belleza de las cosas, y esta idea impregna el espíritu del filme. La naturaleza se presenta en todo su esplendor: el viento que agita suavemente las espigas de trigo, amplios y profundos horizontes, cielos inabarcables e interminables campos de manzanos son, junto con la colectivización del pueblo, los verdaderos protagonistas de La tierra. La vida y la muerte se encuentran intrínsecamente ligadas en la película, como queda recogido en dos imágenes: el hombre que muere plácidamente al inicio de la cinta lo hace rodeado de manzanas, que se presentan como símbolo de la reencarnación y la vida. Al final del filme, la lluvia sobre los manzanos vaticina el inicio de una nueva era, el renacer de un pueblo que se abre, al fin, al proceso de industrialización que debió ser un primer paso hacia la libertad y prosperidad colectivas.
Casi un siglo después, despojada de su poesía, cada imagen que nos llega del conflicto en Ucrania ha perdido el atractivo y la delicadeza del blanco y el negro para instalarse en un desangelado y frío grisáceo, olvidando que la tierra por la que disputan no es la de la razón, sino la de lo bello.
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