Un superhéroe con halitosis
Alfonso Salazar rescata 'El detective del Zaidín', su segunda novela negra de humor, un Zaidín lleno de personajes picarescos.
Granada, para quienes no la conocen, empieza y acaba poco menos que en el Albaycín: su poquito de Sacromonte, sus miradores panorámicos, su Alhambra, su Paseo de los tristes y acaso el pellizco de Plaza Nueva con Elvira, donde las terrazas con solete y músicas del mundo, las teterías escapistas y los bazares de cartón piedra hacen las delicias del turismo de postín. Granada, tierra mora. Un marco incomparable para las fotos, lindos souvenirs con los que pavonearse a la vuelta: "yo estuve allí", dijo una vez el mismo Bill Clinton.
Por fortuna los granadinos de a pie, los que vivimos al otro lado de la irrealidad, los que conocemos esa tramoya for export, sabemos que son otras las auténticas señas de identidad. Tenemos, por ejemplo, el club más experimentado en la 2ª B, la malafollá y su inagotable léxico, las maritoñis, el Zaidín. Estas, y no aquéllas, son las coordenadas en las que sitúa Alfonso Salazar su segunda "novela negra llena de humor", según reza el subtítulo.
Si en 2003, con Melodía de arrabal, nos presentó a su antihéroe desacralizando la Granada morisca y resolviendo, de paso, un asesinato múltiple, ahora vuelve a la carga con personajes, episodios y localizaciones renovadas. Vuelven a conducir una trepidante trama Matías Verdón (ex fontanero gordo y ex marido cincuentón) y su escudero el Desastres (cartero a punto de jubilarse, escuálido, semialcohólico y putero), junto a una pintoresca galería de personajes que acaban invirtiendo los valores de los que más o menos parten: los de la novela caballeresca (los métodos, el aspecto y el carácter de sus personajes fusionan la épica con el decadentismo, por ejemplo, de Torrente) y los de la novela negra (los momentos de tensión acaban siempre en un chiste casi involuntario). Y esto sin incurrir ni en lo frívolo ni en lo previsible, antes al contrario: Alfonso Salazar funde con pericia el golpe de humor cínico, el embrollo argumental, los matices que abren dobles lecturas y el rigor de su discurso, resultando una solución apta para todos los públicos (especializados y no): "Observó la línea de cal que acogió el cuerpo menudo de Francisco Antolín. La cabeza había estallado en el terrazo del patio. Como un aura en el dibujo de la cabeza, de la cal salían unos hilillos que querían escapar, resecos y sanguinolentos, como una melena eléctrica, de loco". Lo diré de otra manera: novela cañí por fuera y arquitectónica por dentro, rutilante o diamantina según quien la lea. Porque, insisto, hay varios libros en este libro: de personajes, de narrador, de acción; costumbrista, antropológico, romántico, social, hiperrealista. Y según uno va retirando capas a lo largo de su lectura comprueba con sumo placer que Alfonso Salazar ha utilizado en su diseño y redacción instrumentos de sus varios oficios: narrador, articulista de opinión, ensayista, poeta, poeta visual. El resto (la recreación de la semana santa de Granada, de sus bares y personajes de entonces, de la Sevilla de la Expo, la investigación del intricado caso, las tramas paralelas, etc.) es el reclamo de algo mucho más ambicioso: la reivindicación de la Granada real en la Granada literaria y viceversa.
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