Las telarañas del miedo

En 'La araña del olvido' (Astiberri), Bonet lleva a la viñeta las vicisitudes de Penón por esclarecer la muerte de Lorca Es impagable, por certero, el retrato de los tipos humanos

El autor posa con algunos trabajos.
José Abad Granada

23 de noviembre 2015 - 05:00

La Guerra Civil española acabó oficialmente el 1 de abril de 1939 con un balance de medio millón y pico de muertos entre los caídos en uno y otro bando, muchos de cuyos cuerpos, entre los vencidos, yacen todavía en fosas comunes, en campos y en cunetas, sepultados por la indiferencia de los vencedores y sus herederos, que han preferido echar tierra -todavía más tierra- encima del asunto. Fueron medio millón y pico de tragedias, todas igual de tristes, pues no hay muerte feliz; medio millón de tragedias minúsculas, si bien alguna se ha escrito en mayúscula a modo de recordatorio. No es posible enumerar los nombres de cuantos cayeron, sí recordar el de alguno en representación del resto. El de Federico García Lorca es uno de estos cadáveres privilegiados. Detenido en las primeras semanas de la contienda, el poeta fue asesinado a mediados de agosto de 1936 dentro del programa de aniquilamiento de todo signo de oposición acometido por las fuerzas sublevadas con ese celo y esa ferocidad que uno le presupone a los monstruos. A fecha de hoy, aún no se ha localizado el lugar exacto donde lo enterraron.

Veinte años después, en febrero de 1955, un hijo de exiliados nacionalizado estadounidense, Agustín Penón, que había descubierto la poesía de García Lorca en su adolescencia y se la había llevado consigo al destierro, recaló en esta ciudad de todos los demonios, Granada, con el propósito de escribir un libro sobre él, haciendo especialmente hincapié en las circunstancias de su muerte, confusas todavía hoy. La dictadura franquista estaba haciendo méritos ante el mundo y no puso ningún impedimento a la investigación. No hacía falta. Tres lustros de mano dura habían levantado obstáculos altos, recios, insorteables. Penón tuvo que vérselas con tres adversarios temibles para cualquier historiador: el miedo, el olvido y la fantasía, y este fue precisamente el título elegido por Marta Osorio para publicar el material recabado por aquel joven voluntarioso, condenado al fracaso: Miedo, olvido y fantasía. Crónica de la investigación de Agustín Penón sobre Federico García Lorca (1955-1956) (Editorial Comares, 2009), un material reconvertido por Enrique Bonet en una magnífica novela gráfica, Las arañas del olvido (Astiberri).

Bonet se interesó por esta historia en fecha temprana. En 2010 estaba ya reuniendo documentación y esbozando las primeras páginas del guión. El mayor desafío para él fue tender un hilo narrativo nítido con Agustín Penón como figura principal. La documentación de éste no tiene una estructura propiamente dicha: "Alterna pasajes puramente narrativos con otros, muy densos, de declaraciones, entrevistas, recopilación de documentos y artículos, etc. -señala Bonet-. Además, en el libro aparecen una enorme variedad de personajes, que entran y salen de la historia sin demasiada continuidad". Esto lo obligó a una cuidadosa labor de poda, eliminando figuras o episodios aledaños, o puramente anecdóticos, y potenciando lo que aquella estancia en Granada tuvo de viaje físico y experiencia vital para el investigador. Bonet no ha dudado en recurrir a otras fuentes e introducir nuevos personajes, tal es el caso de Thornton Wilder, buen amigo de Penón, que también visitó Granada por aquellas fechas y de quien no hallamos traza en Miedo, olvido y fantasía. Es impagable, por certero, el retrato de los varios tipos humanos; la caricatura se revela especialmente afortunada al señalar, sin subrayados, las virtudes y los defectos de cada uno.

Imagino (sólo puedo imaginar) el shock que supuso para Agustín Penón pasar en aquellos tiempos de Nueva York a Granada; esto es, el salto vertiginoso que tuvo que suponer cambiar una ciudad cosmopolita y abierta en la cual la idea de libertad era una moneda de uso aceptablemente extendido por una ciudad provinciana y cerrada en donde las monedas habituales en los bolsillos eran la calderilla del miedo: el silencio, la sospecha, la culpa, la vergüenza, etc. Enrique Bonet ha acertado de lleno en la reconstrucción de una ciudad ya desaparecida y en la evocación de los ambientes que la caracterizaron, los que la convirtieron en lo que es. De la mano de Bonet recorremos una ciudad entrevista en nuestra infancia, cuando ir a la capital para algún papeleo convertía una jornada cualquiera en un evento digno de memoria, y entreoída en los recuerdos de nuestros mayores; una ciudad con anteojeras, que prefería y prefiere no mirar atrás, no vaya ser que algún fantasma le dé alcance. Bonet se sirve natural, inevitablemente del blanco y negro; en estos casos, el color es un estorbo.

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