Un trofeo de guerra

Semblanza de un hombre complejo. La editorial Tusquets publica una nueva biografía de Curzio Malaparte, galardonada en Francia con el Premio Goncourt de 2011, en la que Maurizio Serra ofrece un exhaustivo y espléndido retrato del controvertido escritor toscano

Kurt Erich Suckert, llamado Curzio Malaparte (Prato, 1898-Roma, 1957).
Ignacio F. Garmendia

04 de noviembre 2012 - 05:00

Sus libros solían verse en las bibliotecas familiares y siguen saliendo al encuentro en las librerías de viejo, porque Malaparte fue durante un tiempo muy traducido en España, por ejemplo en aquellos populares libros de Reno donde convivían la buena literatura y los best sellers del momento. Lo acompañaba una aureola de malditismo, una atractiva mezcla de osadía aventurera, temperamento batallador y fervor disidente. En los últimos años, sin embargo, Malaparte ha vuelto bien de la mano de reediciones como los relatos antologados en Sodoma y Gomorra (1931) o el ensayo Técnicas de golpe de Estado (1931), ambos disponibles en BackList, bien en nuevas y minuciosas versiones de dos de sus novelas más exitosas y prestigiadas, Kaputt (1944) y La piel (1949), impecablemente traducidas por David Paradela para Galaxia Gutenberg. A este renovado interés por la obra se suma ahora una excelente biografía de Maurizio Serra que fue publicada y premiada en Francia el año pasado y acaba de ser traducida por Juan Manuel Salmerón para Tusquets, un libro ejemplar e impecablemente escrito que recorre las "vidas y leyendas" de Malaparte e ilumina la época, ciertamente tumultuosa, que le tocó vivir, no puede añadirse que por desgracia porque queda claro que el escritor, desde muy joven, se sintió encantado de vivir en el tumulto.

Una parte y no la menos divulgada de la personalidad de Kurt Erich Suckert, que tal era su verdadero nombre, resulta bien poco atractiva: excesivo, narcisista, misógino, oportunista o camaleónico, siempre dado a la exhibición y al cultivo del ego, Malaparte tiene mucho del esteta d'annunziano en busca de un caudillo -también valía Lenin, como para Ledesma Ramos, que le copió el título La conquista del Estado- y para el que la guerra era sobre todo -esto lo pensaba antes de ver la completa devastación del continente- un espectáculo sublime. Pero es esa imagen tópica la que Serra se ha propuesto refutar, menos para desmentirla que para matizarla aduciendo cualidades, como la "coherencia íntima y la modernidad" del personaje, que completan el retrato de un hombre complejo. Claro que esa modernidad, que se refiere por ejemplo a sus simpatías por el futurismo -de ahí que rechazara el modelo decadentista- o el concepto nietzscheano de la voluntad de poder, no siempre o casi nunca lo llevó a buen puerto. Ello por no hablar de puntos negros como su implicación en el asesinato de Matteotti, que afianzó en el poder al Duce y dejó claro a los renuentes que no había oposición posible.

Veterano excombatiente en la Gran Guerra, escuadrista integrante de la marcha sobre Roma, expedicionario en Abisinia -y también represaliado por Mussolini, aunque apoyado por su amigo el todopoderoso conde Ciano, que lo trajo de vuelta del exilio- o corresponsal en los frentes europeos de la Segunda Guerra Mundial, Malaparte podía ser un esteta, pero conocía bien el paño y por ello en sus relatos -no sólo por experiencia, sino también por temperamento- no hay lugar para el combate idealizado o la exaltación caballeresca, sino escenas proverbialmente cruentas, como nuevos desastres de la guerra, que ponen el foco en la desolación y el horror. Es verdad que hubo una evolución del joven fascista que rendía culto a la violencia al reportero desengañado que constata sobre el terreno los efectos de la carnicería, pero hay que decir que su progresivo escepticismo nunca hizo de él un demócrata.

Admirablemente documentado, el trabajo de Serra -que no oculta las mentiras y fabulaciones del biografiado pero al mismo tiempo se muestra indulgente- manifiesta una impagable familiaridad con el contexto político y literario en el que se movió Malaparte, así por ejemplo a la hora de compararlo con otros intelectuales europeos del periodo, como el alemán Jünger o el francés Drieu La Rochelle, igualmente seducidos por la ideología totalitaria. Malaparte era más afín al segundo de ellos, pero sus citadas Técnicas -que le ganaron la inquina de Mussolini- tenían bastantes puntos en común con El trabajador de Jünger, nunca formalmente adscrito al nazismo que de hecho despreciaba, pero cuya teoría de esos años formó parte del mismo cóctel que arremetía contra las democracias parlamentarias en favor de las masas unánimes. Junto a ellos comparecen muchos otros como Céline, Montherlant o Malraux, no menos acomodaticio. Serra, sin embargo, resalta de Malaparte, al margen de su cambiante adscripción al ideario fascista, la intuición visionaria acerca de la decadencia de Europa a manos de las potencias emergentes como Estados Unidos, China o Rusia.

Los libros de Malaparte, asimismo analizados por el biógrafo, y en particular las dos novelas mencionadas, formidables panoramas del hundimiento, contienen una desusada mezcla de pasajes líricos, sarcásticos o brutales, descripciones escabrosas y grandes dosis de cinismo, pero al mismo tiempo ofrecen una visión única de la debacle. Es una literatura que tiene mucho de crónica, como debida a un escritor que ejerció siempre de periodista, pero al margen de su predilección por las escenas sórdidas, es innegable que en ella alienta, más allá o por encima de la podredumbre que muestran, un propósito moral. Antes había sido escritor de vanguardia y adoctrinador de masas, pero incluso cuando buscó el detalle efectista no dejó de cultivar una peculiar forma de culturalismo, algo fantasiosa y no siempre verosímil, que se manifiesta espectacularmente en el recurso a la transcripción -a menudo errada- de términos, frases o pasajes en otras lenguas. Puede parecer una literatura de aluvión, pero es cierto que su carácter confuso ofrece un perfecto reflejo de aquella Europa arrasada.

Que después de una vida tan turbulenta como la suya, a Malaparte todavía le quedaran ganas de simpatizar con el maoísmo, en el último viraje ideológico del antiguo camisa negra, dice mucho de lo extremoso de su carácter, pero también de su pulsión irreprimible por la política. No es un rasgo necesariamente positivo o, mejor dicho, no lo es en absoluto, pero hay escritores que no pueden pasar sin medirse con las ideas que en cada momento señalan la novedad, aun a riesgo de dejarse seducir por las más venenosas. En su lecho de muerte se lo disputaban por igual los católicos y los comunistas, pero es poco probable que el moribundo apreciara de ellos mucho más que el saberse, incluso en la hora postrera, un trofeo de guerra.

Maurizio Serra. Trad. Juan Manuel Salmerón. Tusquets. Barcelona, 2012. 554 págs. 25 euros.

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