La vida en el alambre

Alfonso Crespo

09 de junio 2010 - 05:00

El mundo conectado, serie de televisión en la que Fassbinder adaptó la novela de Daniel F. Galouye, suele ser sacada a colación por los rastreadores de la ciencia ficción, pues entre sus intrigas pesan las de la identidad (la creación artificial pero de perfecta apariencia humana que desarrolla una consciencia sobre su condición) y las perceptivas-cognitivas (la realidad como constructo, el mundo como capricho de demiurgos ociosos o calculadores); es decir el interés por lo que ya hay aquí, pero después desarrollarían para todas las audiencias películas como Blade Runner o The Matrix. El conocedor de Fassbinder, por otro lado, siempre ha llegado un poco tarde a El mundo conectado, es decir, bastante curtido en su filmografía para no sentir los dos capítulos de ciencia ficción como una exhibición algo más explícita de lo habitual de las preocupaciones del alemán: el paria aplastado por la realidad social, política y económica que crea la entente de poderosos y medios de comunicación, y, ya en el ámbito doméstico, su reflejo empequeñecido, el de las relaciones personales y amorosas como teatro de fuerzas destructoras en las que los sentimientos suelen tener precio y donde el débil, el que más desinteresadamente se ha entregado, sale siempre malparado.

Así, El mundo conectado (en el alambre, si seguimos la traducción al pie de la letra) presenta, en su sofisticada estructura de universos en abismo, una alta dosis de autorreferencialidad. En 1973, año de producción de este doble largometraje para la WDR, Fassbinder ya había rodado El mercader de las cuatro estaciones y Las amargas lágrimas de Petra von Kant, esto es, se encontraba más cerca de Douglas Sirk que de Godard y Bertolt Brecht, e iba a aprovechar el género fantástico para exacerbar ese advenimiento barroco en una significativa multiplicación de espejismos: el plano recargado, rico en reflejos y proyecciones, aquejado de incesante movilidad pero siempre distante y gélido, que aprisiona a los personajes en entramados que refuerzan el propio enclaustramiento del encuadre, se pasea por una realidad que en el fondo es la proyección de un simulador. Y los moradores de este mundo recreado están tan lejos de saber la verdad que hasta han llegado ellos mismos a crear otro mundo virtual, para, en siniestro espejismo, recibir la misma medicina que recetan: manipular cobayas con fines supuestamente científicos que no tardan en mostrarse únicamente económicos. Es así que se triplican las marionetas, y en cada escalón del abismo la ruptura aparece cuando una de ellas pretende subirlo, ascender al que quizás sea el mundo real. Fassbinder abre perspectivas en la geometría de su estructuralista puesta en escena mediante rupturas humorísticas y, en un gesto más de su inteligentísima economía de medios, enriquece enormemente la propuesta con la simple confección del casting. Y es que en El mundo conectado, junto a muchos de sus actores cómplices (Löwitsch, Lamprecht, Raab, Carstensen, Caven, Lommel...), encontraron sitio una pléyade de estrellas centroeuropeas de capa caída (Vosgerau, Desny, Hansen, Hoven) que añaden un inquietante plus a los cuerpos liminares que encarnan. Nada mejor que alguien olvidado para prestarle la percha al muerto viviente, y Fassbinder, que repitió la táctica muchas veces, parecía satisfacer con ello al televidente nostálgico forzándolo a su vez a encarar al actor con extrañamiento.

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