Visto y Oído
Broncano
'EL PAÍS DONDE FLORECE EL LIMONERO' Helena Attlee.Trad. María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2017. 320 páginas. 22 euros
Estamos tan acostumbrados a ellos que se hace difícil entender el impacto que causan en los visitantes de los países nórdicos, a los que el familiar paisaje de nuestros campos o ciudades sugiere no sólo extrañeza o exotismo, sino también la sensación de viajar en el tiempo a los paisajes de una geografía solar, vinculada a la vida antigua que se mantuvo casi inalterada hasta mediados del siglo pasado en las sociedades todavía agrarias de la cuenca mediterránea. Procedentes de China, la India, Birmania o Malasia, los cítricos no llegaron a Europa sino en época muy tardía, en el caso de Italia tras la invasión de Sicilia por los árabes que introdujeron las naranjas amargas y los limones, tan apreciados por sus sucesores normandos, aunque mucho antes los judíos instalados en Calabria habían traído las cidras -un "Neanderthal arbóreo"- que ellos habían conocido en Babilonia y cuyo origen remoto se localiza en las resguardadas laderas del Himalaya. Aún posteriores son las naranjas dulces, llegadas al continente por mediación de los navegantes portugueses, o las mandarinas, de las que no se tendría noticia hasta principios del XIX, pero la especie en general fue muy apreciada a partir del Renacimiento e incorporada al imaginario clásico en obras como la famosa Primavera de Botticelli, donde las copas de los naranjos en flor aparecen repletas de "manzanas de oro".
De todo ello habla este libro delicioso que toma su título de un célebre verso de Goethe y propone un recorrido por la historia de Italia a través de los cítricos, estimados tanto por su uso ornamental como por sus propiedades medicinales, aromáticas o culinarias y los ingresos, en otro tiempo elevados, derivados del comercio, que ha condicionado el paisaje de las zonas donde su explotación propició la creación de verdaderos vergeles. Periodista e historiadora especializada en los jardines de medio mundo, la británica Helena Attlee trasciende aquí los límites de los espacios recreativos para abarcar no sólo los valores intrínsecos de la planta o las faenas agrícolas asociadas, sino también el luminoso rastro que han dejado en la cultura. Sumadas a lo sugerente del tema y a la devoción personal por la especie, inseparable del placer en todos los sentidos, dos referencias previas a la lectura avalaban su trabajo: el hecho de que su traductora al castellano sea María Belmonte, autora de una hermosa colección de semblanzas, Peregrinos de la belleza, publicada por la misma editorial, y los elogios de un grande como el helenista Robin Lane Fox, que con razón ha celebrado un libro de excelente factura donde la investigación se suma al trabajo de campo, no en vano Attlee, buena conocedora del país transalpino, ha complementado la bibliografía con entrevistas a los estudiosos o los labradores que han mantenido la tradición de un cultivo ya no tan rentable.
Fruto de diez años de dedicación a la materia, el viaje de la autora incluye recetas intercaladas y curiosidades como la colección de cítricos de los Médicis en Florencia -con sus rarezas (bizzarrie) de formas caprichosas, de las que se han conservado moldes de escayola- o los primeros intentos de catalogación -siempre problemática debido al "caos taxonómico" de las numerosas variedades- como el Hespérides (1646) del jesuita Ferrari, el funcionamiento de los sistemas de regadío y su incidencia en el crecimiento o el boom resultante del empleo de la fruta como remedio contra el escorbuto. Attlee describe los huertos protegidos por altos muros, la armónica disposición en terrazas o las elaboradas estructuras que protegen a los árboles de las heladas. Y sus múltiples aprovechamientos que incluyen los aceites esenciales -presentes en el Earl Grey o el agua de Colonia- y el maravilloso perfume de la zagara, nuestro azahar.
La geografía italiana de los cítricos se asocia a los limones de Sorrento y Amalfi, las cidras o las bergamotas de Calabria, los chinotti de Liguria y la Riviera o los invernaderos (limonaie) del lago de Garda. Cruzando el estrecho de Mesina, están los limones y las mandarinas tardías de la Conca d'Oro en los alrededores de Palermo -donde se hizo fuerte la mafia- o las preciadas naranjas sanguinas de Catania -"bañadas en puestas de sol", como escribió Gadda- en las inmediaciones del Etna. Cuenta Attlee que los sicilianos siguen llamando a sus huertos de limoneros, ya celebrados por los poetas islámicos, giardini o incluso paradisi, a menudo agrupados en cinturones verdes que han sido cercados, como en tantos otros lugares, por la especulación inmobiliaria. Los que quedan proyectan una imagen rebosante de sensualidad que incita al hedonismo y sugiere en efecto, no sólo para los foráneos, la visión del paraíso.
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