Un yanqui en la corte del Rey Arturo
La editorial Alianza ha publicado varias obras del escritor norteamericano Mark Twain, entre ellas, un clásico de la literatura fantástica harto recomendable en cualquier época

Hank Morgan, oriundo de Hartford, en el estado de Connecticut (Estados Unidos), y capataz en la fábrica de armas de Samuel Colt, inventor del revólver que lleva su apellido, recibe un puñetazo no sabemos si merecido de un gigantón apodado Hércules que lo deja tendido en el suelo, sin conciencia. Cuando abre los ojos, Morgan se halla tumbado en mitad de un campo de hierba de un verde intenso y delante de un caballero con caballo y armadura -yelmo calado, escudo y lanza en ristre- que lo reta a medir sus fuerzas en singular duelo. El de Connecticut no entra al trapo y es hecho prisionero y conducido a Cámelot, que él piensa que es el nombre del manicomio de donde el tipo de la armadura se ha escapado. Poco a poco, nuestro protagonista tendrá que aceptar lo evidente: por razones difíciles (imposible) de explicar, allí está él, un yanqui en la corte del rey Arturo. Antes del triunfo de la máquina, los viajes en el tiempo se basaban en el apaño. En un primer momento, los contrastes entre la forma de pensar de un ciudadano de finales del siglo XIX y los británicos del siglo VI propician apuntes ciertamente jocosos: cuando Morgan descubre a la reina Ginebra coqueteando con Lanzarote del Lago, lanzándole ciertas miradas furtivas, Morgan comenta que en Arkansas, por mucho menos, le hubieran descerrajado un tiro.
Ahora bien, Mark Twain no viaja mil trescientos años atrás simplemente para reírse del prójimo. Un yanqui en la corte del rey Arturo (Alianza) es famosa por no haber puesto de acuerdo a la crítica, suscitando innumerables exégesis contrapuestas, cuando no contradictorias, alimentadas por la propia novela. Obviamente, Twain contrapone dos formas de pensamiento, una basada en la razón, otra en la superstición: Hank Morgan lleva consigo la lógica de la empresa y, gracias a sus conocimientos avanzados en un mundo todavía pendiente de dioses y demonios, de brujas y brujos, no tardará en convertirse en mano derecha del mismísimo rey Arturo y en reunir la mayor fortuna de la época. Twain propone un elogio y su contrario pues, sin dejar de alabar el carácter emprendedor del personaje, no duda en convertirlo en una versión perversa del self made man de tanto predicamento en tierras norteamericanas. Estos apuntes han permitido a algunos interpretar la novela como una denuncia del imperialismo occidental, el británico principalmente, también el estadounidense, que se impone a pueblos descalzos con la fuerza de sus pies firmemente calzados.
Morgan representa claramente a la joven América, un mito venerado entonces y todavía hoy, enfrentado a la vieja Europa y a sus más viejos estamentos. En primer lugar, este yanqui de pura cepa dinamita desde dentro la insigne Orden de la Caballería Andante, primero mediante el escarnio -se enfrenta a los Caballeros de la Tabla Redonda con un lazo de cowboy y un revólver de fabricación casera-, luego mediante su defenestración, convirtiéndolos en vulgares especuladores sin escrúpulos. Twain, hijo de una sociedad que ha mantenido una saludable independencia de la iglesia, la monarquía y la nobleza, tira a matar contra esas jerarquías sociopolíticas sancionadas por el Altísimo: su personaje se empeña en derrocar la Iglesia Católica Romana, por convertir una nación de hombres en una nación de gusanos, sostiene, y promete que a la muerte de Arturo se proclamará una república laica. Las lecturas sociopolíticas no acaban aquí: la fábula se ha entendido asimismo como el enfrentamiento entre los Estados del Norte (de ahí lo de yanqui) y los Estados del Sur del país, sumidos en una especie de tiniebla medieval, con sus mansiones aisladas en medio de las plantaciones a modo de castillos en mitad del páramo, sus esclavos negros cual siervos de la gleba, y sus maneras aristocráticas en brindis extemporáneo a un pasado que de glorioso tenía poco.
Es una interpretación verosímil: George Bernard Shaw dijo que Mark Twain tenía que escribir como lo hacía, medio en broma, porque, de haberlo hecho en serio, sus lectores hubieran acabado colgándolo por el cuello de la rama más alta del árbol más cercano. La ficción, como se sabe, es fuente infinita de estímulos.
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