La zambra, corazón Canastero

Un libro publicado recientemente recuerda la figura de la mítica bailaora flamenca, que regentó la cueva más famosa del Sacromonte

La Canastera, en su cueva, con Anthony Quinn e Ingrid Bergman.
La Canastera, en su cueva, con Anthony Quinn e Ingrid Bergman.
Elizabeth Fernández Granada

11 de enero 2014 - 05:00

El secreto era que no sabía bailar. Pero confesaba tener el duende, la gracia, "el tó". "Y sin la gracia no hay zambra" confesó a un periódico de la época en 1966 cuando ya era una mujer madura. Fue la zambra, algo más que un trabajo con el que conseguir el pan diario, resultó al final, ser su vida.

Su hijo, Enrique El Canastero, vuelve a sus fotografías en blanco y negro. Se detiene y las comenta como si las acabara de ver por primera vez, como si el pasado tan sólo estuviera a unas horas de distancia. Es posible imaginar a María La Canastera a través de su hijo, su complexión robusta, la alegría taimada, la devoción por lo que es propio. Enrique Carmona Heredia casi alcanza los setenta años. Junto con José Javier R. Checa y Juan Miguel Giménez Miranda ha elaborado un libro por la memoria de su madre, la bailaora sacromontana.

"Hemos conseguido reunir una gran colección de fotos sobre mi madre", asegura. María La Canastera nació en la Vereda de Enmedio en 1913. A sus 16 años logró participar en la Exposición Universal celebrada en la ciudad de Barcelona en 1929. El recuerdo está recogido en estas páginas. No es un retrato espontáneo, acompañada por Manolo Amaya, María Cortés La Jardín, Juana Amaya La Faraona y Carmen Amaya, simula ser una de las tantas tomas para las sesiones de fotos actuales. Pero aunque sus poses estén escogidas, parece un cuadro de costumbres, una escena más propia del siglo XIX que de principios del siglo XX de las que detallara el escritor romántico español Estébanez Calderón, con su burro, su olla de cobre dispuesta en mitad para el guiso y todos muy altaneros, las mujeres de lunares y volantes, con los caracolillos negros que caen sobre sus frentes.

Después vendrían las películas María de la O en 1937 o Violetas imperiales y Soledad. "Mi madre tenía un gran corazón, sentimientos que supo plasmar en la zambra", comenta su hijo. "Si veía a alguien pasar hambre ella lo ayudaba". En 1953 se instaló definitivamente en la cueva del Sacromonte que hoy cuida su hijo Enrique con el mismo esmero que lo haría María La Canastera. "Yo fui bailaor y también tocaba la guitarra pero ya me he retirado". Su madre decía que era bueno, incluso, estuvo de gira por varios países de Europa. Enrique vivió junto a ella el gran apogeo de las zambras durante los años cincuenta y sesenta. Las hordas de turistas franceses, suizos, americanos que buscaban contemplar las exóticas danzas y cantos populares.

"En aquellos tiempos el Sacromonte era una feria constante", recuerda. "Cada artista tenía su cueva y rápidamente improvisábamos cuando aparecía por allí un grupo de extranjeros, fuera a la hora que fuera". Así pasaron por la mítica cueva estrellas nacionales y de Hollywood del momento, cantantes, príncipes y reyes, toreros. Y recapitula divertido distintas anécdotas. "Con Claudia Cardinale lo pasamos muy bien hasta altas horas de la noche. Y me pidió que al día siguiente la acompañara a los toros, lo tuve que hacer, era una mujer guapísima".

"Anthony Quinn, aquí está retratado con un sombrero, ves, pues era mío, se lo pusimos para la fiesta y la foto y después haciéndose el tonto, se lo quiso quedar y le dije, venga Anthony: te lo regalo, y se fue tan contento. Sin embargo, Ingrid Bergman aunque aparece muy sonriente, estuvo toda la noche con cara ajo".

Las últimas palabras de Enrique El Canastero destacan la importancia de tomar al flamenco, en este caso, la zambra como un arte, precisamente, para que no termine cayendo en una simple atracción turística. Y aunque señala que hay escuelas que enseñan la zambra, él remite a las palabras de su madre: "La zambra es una fiesta total de una raza. La zambra va en el temperamento, en la otra cueva profunda del corazón", concluye.

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