Álvaro Romero
Socimis
el poliedro
Leí en estas páginas a la compañera Magdalena Trillo en su columna de los miércoles, titulada Coches, maldita trampa mortal, cómo el afán por poner a salvo al propio vehículo pudo llevar a algunas personas a la muerte, sin saber que eran sus propias vidas lo que se estaba en dirimiendo durante la acometida sorda e inclemente de aguas, cañas y barros de aluvión que acabó engendrando un ejército de máquinas de cuatro ruedas que, a la deriva o en un subterráneo inundado en minutos hasta el techo, mutaron en un periquete en pesados arietes de metal o en trampas de las que no pudieron escapar sus dueños. “¡Quién no va a tener la tentación de ser precavido sin imaginar que es tu casa, y tu vida, lo que realmente estás arriesgando!”, escribió Magda. Y también: “En el Consejo de Ministros de este lunes, adelantado precisamente para que el presidente del Gobierno pudiera asistir a la Cumbre del Clima de Bakú, se ha aprobado un real decreto que incluye un plan de enseñanza obligatoria en los colegios de protección y prevención ante catástrofes naturales. También se modificará el programa de las autoescuelas para orientar a los jóvenes ante emergencias”. (Esto último se antoja sensato).
Ya en esos graves momentos, ningún gobierno central o autonómico hubiera podido evitar la tragedia con garantía. Pero a estas alturas se ha dicho casi todo sobre la falta de prevención y sobre la descoordinación politizada entre ambos ejecutivos. Erigidos demasiados en nosotros en “expertos en ingeniería hidráulica y en meteorología y en logística de emergencias y de mantenimientos de cauces hídricos, vaya por Dios, qué listos somos” (la cita es de otro notable artículo, de ese mismo día, en este caso de Eduardo Jordá, Desastres). Cabe preguntarse si tal reacción legislativa en Educación no es un caso de precipitación y, dolorosamente, de propaganda, cuando las urgencias eran otras, y van a seguir siéndolo durante un largo tiempo de desgracia para miles de ciudadanos. No tenemos aquí, al menos, yo, nada que añadir a lo tanto dicho sobre extremos de confrontación competencial, y menos sobre otros de índole técnica. Pero, aun a riesgo de caer en la trivialidad ante lo infausto de las circunstancias al caso, el decreto podía esperar. Se trata de una intervención atribulada y oportunista en los planes de estudio.
Sin duda estaría bien que todos los niños fueran preparados para las catástrofes. Y por qué no en tantas otras cosas, trasladando a sus programas de formación asuntos que se erigen en fatales protagonistas. Sucedió en la crisis pandémica y, pocos años antes, tras la crisis financiera que llevó a España a una encubierta intervención exterior en forma de préstamo de inmensas dimensiones (¿recuerdan a la troika?). Tanto en uno como en otro caso, muchos exigieron que la instrucción en epidemias o en finanzas personales se hicieran materias obligatorias para los colegiales. El género y la sexualidad inclusiva es otro caso. Yo, por ejemplo, votaría por asignaturas contra el acoso y abuso sobre los bondadosos o los físicamente débiles en la escuela, pero no se me ocurre exigirla al nivel de la Lengua española o inglesa o las ciencias naturales, por ejemplo. Parece que todos, a unas malas y con nula pericia, nos volvemos en cirujanos de una reingeniería de los contenidos curriculares de los centros de enseñanza. Y nos quedamos tan anchos. Más grave es entonar estos brindis al sol por ley, y de un día para otro, ¿no se les había ocurrido antes, en sus programas electorales? Es indeseable redefinir las materias obligatorias ante una emergencia, o sea, sin gran visión de futuro ni planificación previa.
No es esa la forma de acreditar, o “reacreditar”, a la clase gubernamental y, en general, a nuestra inútil, barroca y encabronada política de trincheras. El combustible de los fascismos bipolares.
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