El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
el poliedro
Nunca he tenido vocación contable, si es que tales palabras pueden ir juntas sin rechinar. Fui contable de trinchera un tiempo, porque rayando la treintena decidí que daba un salto estratégico: de la empresa a la universidad, un salto de barranco en lo económico, porque, ya con mayor vocación, la primera plaza que con ilusión ocupé era lo menos que se despachaba (Ayudante Escuela Universitaria). Aquel alehop profesional me supuso un trasunto salarial del chiste del concejal de Cuenca que en la capital esgrime su cargo ante un policía, que le dice “en Madrid, un concejal de Cuenca es una mierda”, a lo que el edil conquense, replica, resignado, “Y en Cuenca, y en Cuenca”. Como se dice ahora, “no me daba la vida”, de manera que tuve que dedicarme a compensar la merma, precisamente haciendo contabilidades a pequeñas empresas a cambio de una iguala, a repartir con mi amigo y socio Álvaro. De la contabilidad popular me quedaron enseñanzas de racionalidad, y algún principio: todos los activos conllevan pasivos; desde montar un negocio hasta tener una pareja o una familia. Y esta máxima es tiránica desde que Fray Luca Paccioli ideó la “partida doble”: todo apunte –ingreso, gasto, cobro, pago, etc.– exige una igualdad entre el cargo y el abono. Ya ven, apasionante.
Valga este prefacio para hacer notar que en las sociedades bienestantes se da una inflación de derechos individuales –llamémoslos activos– y un notorio desdén por sus correlativas responsabilidades –llamémoslos pasivos–. Uno de ellos es el derecho a divertirse haciendo uso de los espacios públicos. El derecho a divertirse es un mandato contemporáneo: quienes pueden divertirse han subido varios peldaños en la famosa pirámide de necesidades de Maslow, y dan por descontado, como es Ley, que deben ser atendidos directa o indirectamente por el Estado para tener cubiertas las necesidades fisiológicas –incluida la salud– o de seguridad, en la que podemos incardinar a la Policía, los suministros de agua o de energía. El supuesto derecho a divertirse es la reclamación de la satisfacción de una necesidad ya superior, que Maslow llamó “social”: hacer pandilla, ser miembro de una hermandad, peña o cofradía; ser hincha de un club deportivo, romero, maratoniano de ocasión, feriante o korrikolari en San Fermín. Necesitamos pertenecer, y eso es zoológico –Aristóteles: somos “zoon politikon”–. Es una aspiración natural. Lo que suelen olvidarse son los pasivos de ese activo de pertenencia y gozo, cuya representación económica más palmaria es la industria del turismo, esplendente generador de ingresos... pero con cara B.
Criticamos a los jóvenes por hacer botellón en plaza o descampado público, pero ignoramos los efectos negativos para unos u otros de nuestros propios solaz y jolgorio; de sus pasivos o, ya puestos a ser técnicos, de sus “externalidades”, que son los efectos secundarios que ocurren cuando el impacto de una actividad afecta a terceras partes que no estaban involucradas en dicha actividad. Ya yendo a lo tangible, al maldito parné, el enorme gasto municipal que el derecho a la diversión ocasiona en policía, limpieza pública, consumo de agua y otros servicios se ignora por sistema: a nadie le huelen sus malos olores. Un caso de percepción selectiva, y otro de gozar privadamente de unos activos, encasquetando sus pasivos a todo quisque. Rubia caribeña, exclamaba Consuelo Mejía: “¡Hay que cuadrar caja, carajo!”. Y es que se asume que el dinero público “no es de nadie”, como dijo la hoy presidenta del Consejo de Estado, la egabrense Carmen Calvo. Así, no hay quien cuadre caja ni balance de situación. Salvo perforando con agujeros la viabilidad del negocio. Por ejemplo, la ciudad.
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