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David Fernández
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Cerca de su centenario, el monumento homenaje a Ángel Ganivet, que -a instancias del granadino Centro Artístico- hizo Juan Cristóbal; sumergido en las alhambreñas alamedas que flanquean y culminan la cuesta de Gomérez; sigue vociferando en su broncíneo y pétreo silencio, el valor y el peso de la razón, por encima de las brutas actitudes, que son las que propician y explican los errores, las grandes equivocaciones con las que la falta de la razón, la indolencia y la dejadez, abocan a los mayores desastres y pérdidas en el devenir cultural de nuestra historia, mermando nuestra propia identidad patrimonial.
Ese pensamiento, en ejemplar e inteligente esencia, fue el mensaje de aquel cónsul suicida de España -o de España suicida- triste y precursor de toda una generación de creadores y pensadores, testigos de excepción de la pérdida de las últimas colonias del que otrora fuese imperio español, a punta de cañón de los Estados Unidos de América, que, como nuevo señor del mundo, se quedó con Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Los indolentes españoles, andaban recluidos en las fiestas de los toros, para admirar y disfrutar lo que más les podía interesar: las faenas de los diestros del momento. Así éramos. Y así seguimos.
Debiera de hervir de indignación la sangre de Granada, que ha heredado y malversado, en los últimos siglos, un patrimonio histórico y artístico excepcional, que ha conferido un doble carácter a esta ciudad, aún de ensueño y fantasía, de densa y compartida historia en feliz mezcla con románticas leyendas. Ciudad dual y antitética, en la que coexisten la verdad y su contrario, el monumento y su ruina, la piedra real y su memoria, la memoria de lo que fue, de su honra, honor y su grandeza, frente justo a su irremediable pérdida en aras a no se sabe que Gran Vía o flecha urbana, que penetra desde tierras verdes de la Vega fértil en saeta doméstica, paralela a calle Elvira, con la que algo más de un siglo hace, entró, como falo violento, arrollando todo lo que a su paso había: casonas, monasterios, palacios y conventos. Memoria de una Granada de la que sólo saben los que aún seguimos leyendo y mirando, que somos pocos. Muy pocos.
Y ahí está aún, el Albaicín, derruyéndose en tristezas, cascotes, orines y huérfanos solares, sujeto sólo con puntales de vacías palabras y hueras intenciones, sumido en el real olvido de políticos y gestores charlatanes, que repiten, papagayos grises, frases desplumadas de color y verdadera voluntad, heredadas, cargadas de vaciedad y de ausencia. El Albaicín, apuntalado de mentiras, triunfo del bruto, derrota de la razón. ¡No podemos derrochar tanta belleza! ¿O no?
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