Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
diario de un psicólogo
DESDE hace décadas la sociedad ha ido evolucionando... generalmene para bien. Algunos derechos fundamentales del hombre como la libertad, son aspectos que hoy la gran mayoría de la sociedad acepta como propios y necesarios, aunque sigan cometiéndose atrocidades (la mayor parte inexplicables) si aplicamos un prisma de tolerancia y convivencia.
Así, a la mayoría nos escandalizaría conocer una situación de esclavitud donde el derecho a la dignidad de las personas sea sometido a la voluntad de otras. Quizás esta razón está detrás de abusos como, por ejemplo, las cláusulas abusivas en los contratos hipotecarios, o la justificación de cualquier conflicto armado. Pero también es cierto que en la medida en la que los derechos de las personas han ido aceptándose por una mayoría, el sentido de la colectividad se ha ido perdiendo haciéndonos cada vez seres más individualistas, desconfiados y egoístas.
Desde mi punto de vista, esta paradoja es la consecuencia de que el bienestar o la felicidad se haya reducido solo a la construcción de una larga lista de derechos y deberes sociales que no son más que una declaración de buenas intenciones, sin que con ello el ser humano haya vivido una metamorfosis donde incluso esos derechos no fuera necesario enumerarlos ni protegerlos más allá de la propia ética.
La psicología nos da algunas claves para desentrañar esta incoherencia, que se ampara en el hecho de que el ser humano dirige su comportamiento de una manera incontrolada hacia la felicidad mediante la búsqueda continua del placer y la autosatisfacción, constituyendo esto en sí mismo, el objetivo final de cualquier propósito.
Este hecho ya lo argumentaba la filosofía de Epicuro de Samos hace más de dos mil años cuando planteaba, con el hedonismo, que la verdadera felicidad se encuentra detrás del placer continuo como algo que excita los sentidos. Basar la felicidad en la constante búsqueda del placer, sería como afirmar que la verdadera experiencia de vivir o la plenitud, se encuentran a través del sueño.
Fundamentar nuestra felicidad a través de la búsqueda del placer constante no solo constituye un error, sino que resulta tremendamente peligroso puesto que, como ocurre con los sueños cuando dormimos, todo se acabará en el momento de despertar, convirtiendo la vida en el tormento que transcurre desde que nos despertamos hasta que nos volvemos a acostar para seguir soñando.
Para afirmar esto, no hace falta más que observar el comportamiento de las personas (en general); la necesidad de acumular riquezas, honores o fama así como la constante búsqueda de pequeñas dosis de placer para mantener un relativo estado de bienestar. Por suerte para nosotros ya hubo quien ante esta dicotomía autofagocitaria propuso una vision filosófica más amplia que deja alguna esperanza a los que ansiamos la felicidad personal y compartida. Es el caso de Aristóteles, quien completa esta consecución entre placer y felicidad añadiendo una parte esencial para que este sentimiento de bienestar se mantenga.
El secreto, según Aristóteles, reside a mitad de camino entre nuestra parte animal (placeres materiales y físicos) y una parte mental (la razón, la moral o la autorrealización), en ese punto se encuentra lo que llamaba la práctica de las virtudes, que necesariamente incluye el componente social para existir. En una traducción contemporánea de esta idea podríamos afirmar que, según Aristóteles, la verdadera felicidad se encuentra en las acciones que nos permiten sentirnos bien y hacer sentir bien a los demás, un concepto que, aún utilizándolo en muchas ocasiones cotidianas, parece olvidado.
Para explicar esto pondremos un ejemplo. Si la felicidad o el bienestar se encontrara detrás del placer de disfrutar de un buen vino, el día que nos reunimos con nuestro amigos para tomar unas copas lo importante sería la copa, o lo que bebemos, y la parte más prescindible sería la compañía y el bienestar que nos aporta estar con ellos. En cambio, el verdadero bienestar reside en el buen rato que hemos pasado junto a los demás y el agradable recuerdo que compartimos incluso muchos días después, olvidándonos pronto del placer efímero de tomarnos la copa de vino. De esta manera, conseguimos perpetuar en el tiempo una sensación de bienestar que nos ayuda a encontrarnos mejor, acercándonos de una manera más certera a un concepto mucho más real de felicidad.
Quizás el día en el que busquemos la eudaimonía a través del bienestar común y reaccionemos ante un despido injusto de la misma manera que increpamos a un arbitro por sacarle una tarjeta roja a nuestro futbolista favorito, la felicidad constituya un derecho fundamental de todas las personas, en vez del privilegio de unos pocos afortunados.
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