La colmena
Magdalena Trillo
Noah
El poder es droga dura, nada inocua. Los grados de felicidad que produce tienen que ser superiores a los del opio o el fentanilo. Al que lo alcanza, le suele costar dejarlo. Se descontrola y se revuelve como gato panza arriba cuando alguien intenta controlar el uso que hace de él. Cuando deja de inyectárselo en vena, sufre ataques de ira o de alienación que lo convierten en un ser asocial y –no raramente– perjudicial para él y para los demás. El estado de ánimo del que lo conquista lo sintetizó genialmente Julio César con su frase: “Llegué, vi y vencí”. Pero fue un predecesor de Putin, el mongol Gengis Kan, el que nos ha dejado una explicación plausible de para qué y porqué se busca el poder: “La mayor alegría que un hombre puede conocer es conquistar a sus enemigos y llevarlos ante él. Cabalgar sus caballos y apoderarse de sus bienes. Ver húmedas de lágrimas las caras de sus seres queridos y estrechar entre los brazos a sus esposas e hijas”. Los que están infectados por esta droga de veneno, insultan a sus adversarios acusándolos de consumir falopa y/o alcohol. Sustancias, en mi opinión, menos perjudiciales que el tóxico que los consume a ellos. Si los poderosos, pese a ir hasta el culo de coca, marihuana, ginebra, absenta o bolillas de alcanfor, fuesen gobernantes benéficos, justos y compasivos, poco podríamos reprocharles. En un interesante y discutido libro escrito por Steven Pinker, titulado Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y de sus implicaciones, escrito en 2011 –antes de la pandemia y de lo de Ucrania e Israel–, sostiene este profesor de Harvard que la sociedad es actualmente menos violenta que en siglos pasados. Y, al tiempo, aporta en defensa de su tesis, documentos y estadísticas muy convincentes de lo mortífero que viene siendo el poder para la humanidad. Los griegos intuyeron que el poder necesitaba de controles e inventaron la democracia. Muchos países presumen hoy de respetar las reglas del juego y de que la violencia del Estado democrático es la única legítima. Pero sus gobernantes siguen matando sin control y enzarzándose, sin preguntarnos, en peligrosísimas guerras. Lo malo de los poderosos no es que se fumen un canuto, lo malo es que sigan agarrados al poder como lapas y que, por no soltarlo, nos pongan en riesgo de seguir zurrándonos.
También te puede interesar
La colmena
Magdalena Trillo
Noah
El duende del Realejo
Joaquín A. Abras Santiago
La fragua amoral de las leyes
Confabulario
Manuel Gregorio González
I nvestigar o no
En tránsito
Eduardo Jordá
Deriva autocrática
Lo último