Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Postrimerías
En la impresionante lectura pública que Jaime Gil de Biedma, ya muy enfermo, dio en la Residencia de Estudiantes el 9 de diciembre de 1988, algo más de un año antes de su muerte, quiso el poeta rendir homenaje a dos amigos muy queridos a los que había tratado durante su estancia oxoniense de 1953, el antiguo director de la benemérita institución madrileña, Alberto Jiménez Fraud, y su mujer Natalia Cossío, que residían en Inglaterra desde su marcha al exilio -tras un breve paso por París, primero en Cambridge, después en Oxford- y acogieron al veinteañero con una cordialidad que este, "habituado al precavido paternalismo de los mayores de edad", no olvidaría nunca. Sus conmovedoras palabras, tituladas con el nombre de la calle donde estaba la casa dieciochesca del matrimonio, Wellington Place, habían sido publicadas años atrás por Ínsula, pero Gil de Biedma aún se emocionaba al pensar en los dos venerables supervivientes de la Edad de Plata. Ya al comienzo del recital, decía el autor de Moralidades que la Residencia, indisociablemente ligada a la figura de don Alberto, había sido para su generación una leyenda, "algo así como el emblema de una patria perdida". El también gran editor, que ejercía entonces como lector de español y se ayudaba para salir adelante con traducciones de encargo, llevó a cabo durante la última etapa de su trayectoria -moriría una década más tarde, en Ginebra- una importante labor ensayística en la que sobresale su Historia de la Universidad española, pero su gran obra, a la que volvió en páginas evocadoras, fue la dirección de la Residencia de Estudiantes que había ejercido desde su creación en 1910 hasta los inicios de la Guerra Civil, como pieza fundamental del programa de modernización de la Institución Libre de Enseñanza del que nació también la Junta para la Ampliación de Estudios. Aunque admirado por los conocedores de su legado, en parte revivido tras la restauración de la democracia, Jiménez Fraud no es un nombre tan recordado como otros del periodo, pero estuvo en el mismo centro de la educación española y contribuyó en buena medida al esplendor cultural de unos años en los que centenares de jóvenes se formaron bajo su inspiración y tutela. Sobriedad, discreción, generosidad, tolerancia, la relación de virtudes que lo caracterizaron retrata a un hombre verdaderamente ejemplar que lo fue más todavía en este país de todos los demonios, donde ni siquiera las personas más cultivadas se libran del sectarismo. Primero desde el entusiasmo y después desde una nostalgia que no condescendió al desistimiento, Jiménez Fraud se mantuvo siempre fiel al noble ideal al que dedicó su vida.
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